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Agentes de policía examinan el coche del taxista asesinado.
El asesino de Galapagar, apresado en Medina del Campo

El asesino de Galapagar, apresado en Medina del Campo

El día 11 de diciembre de 1925 fue descubierto en la estación medinense Manuel Varela, autor de un terrible crimen perpretado días antes. Lo confesó todo en Valladolid

Enrique Berzal

Miércoles, 30 de diciembre 2015, 11:08

Aquella mañana del 9 de diciembre de 1925 fue especialmente fría. Julián Graciano Zamorano, peón caminero de profesión, acudía al trabajo como siempre, muy temprano, fiel a su rutina diaria. Nada habría cambiado de no haberse topado con aquel coche parado en plena carretera, en la llamada bajada de Cañameros, a muy poca distancia de la localidad madrileña de Galapagar. Julián tardó unos segundos en reaccionar. Daba la impresión de llevar varias horas abandonado y, lo que era peor, las huellas dejadas en la carretera daban fe de una errática maniobra culminada con un frenazo seco.

Aunque lo que verdaderamente le desconcertó, lo que le puso sobre la pista de algo verdaderamente extraño, fueron los misteriosos surcos que aparecían marcados en la tierra. Formaban dos líneas paralelas que llevaban directamente hacia una pequeña tapia situada en la parte derecha, atravesándola por uno de los pasos abiertos en la piedra. Julián se dejó guiar por ellos hasta recalar en la finca de Manuela Sánchez Porras. Lo encontró en la parte de atrás, inmóvil, muy frío y boca arriba. De su herida en la nuca había brotado la sangre suficiente como para formar un charco seco sobre el que reposaba la cabeza. Sin duda, llevaba varias horas muerto.

Corrió raudo al puesto de la Guardia Civil de Galapagar, donde informó de lo ocurrido. Las primeras pesquisas esclarecieron la identidad del cadáver: se trataba de Nicolás Bernardo García, un joven de 20 años que alquilaba su servicio como chófer en la capital madrileña. Todo indicaba que había sido asesinado mientras conducía y arrastrado, ya cadáver, hasta la finca de Manuela. ¿Quién podría haber cometido tamaño crimen?, se preguntaba la policía; y, sobre todo, ¿con qué motivo? Porque aunque cuando lo encontraron no llevaba nada en los bolsillos, ni siquiera la cartera, la hipótesis del robo no parecía la más plausible: Nicolás era un trabajador humilde, con un oficio que apenas le procuraba lo suficiente para subsistir, por lo que nadie en su sano juicio habría reparado en él para robarle, menos aún ejerciendo tanta violencia. Esta es la historia de una tragedia plagada de misterio que, por razones del azar, acabaría siendo resuelta en Medina del Campo.

Todo comenzó horas antes del hallazgo del cadáver, en torno a las dos de la madrugada, cuando varios vecinos de Galapagar sintieron llamar a su puerta. Alguien vagaba por el pueblo en busca de un lugar en el que pasar la noche. Pero ninguno abrió. Solamente el dueño de la tahona, Justo Zamorano, que a esas horas estaba cociendo masa de pan. Justo se apiadó de aquel chaval delgado y moreno que vestía traje y gabán oscuro con sombrero flexible, y que, aterido de frío, solo buscaba un lugar caliente en el que dormir.

Joven misterioso

Le dio agua y un poco de pan, que devoró al instante, y le habilitó una habitación con sacos dispuestos a modo de colchón. El apocado joven durmió poco: a las siete y media de la mañana salió raudo hacia el coche de viajeros que se dirigía a Torrelodones. Llevaba unas cuantas monedas en el bolsillo y procuraba taparse el rostro con los cuellos del gabán.

Una vez en su destino compró un billete de tercera para Segovia, donde se alojó en una fonda llamada La Madrileña y a la mañana siguiente, sin perder un instante, cogió el primer tren a Medina del Campo. Y fue en ese momento, en la estación medinense, cuando todo se desató.

Eran las diez de la noche del 10 de diciembre de 1925. Luis Marcos, inspector de Vigilancia de la Estación medinense, observó de pronto cómo un viajero se subía al tren correo de Galicia por la entrevía. Mientras corría a su encuentro, el oscuro personaje, sabedor de que había sido descubierto, pasó rápido al coche de tercera. Era un chico joven, vestido con traje y gabán oscuro y sombrero flexible. Acorralado, trató de ocultarse en el servicio sin ser visto, pero Luis solo tuvo que esperar. Nada más salir le dio el alto y le interrogó. El chaval le dijo que se llamaba Nicolás Bernardo García y le enseñó la documentación. Y el inspector, que aún no sabía nada del asesinato de Galapagar, reparó enseguida en que la fotografía no era la suya. Contrariado y sin salida, el fugitivo trató de echar mano a una pistola que llevaba en el bolsillo, pero Luis fue más rápido y le inmovilizó. El arma, marca Roval, era del calibre 6,35 y presentaba dos cápsulas recientemente disparadas.

Una vez en la Inspección de Vigilancia de Valladolid confesó ante el comisario señor La Calle que se llamaba Manuel Varela Pereira, que tenía 17 años y que trataba de llegar a La Coruña, su ciudad natal. La Inspección vallisoletana envió entonces el pertinente telegrama a la Dirección General de Seguridad, que contestó informando de que podría tratarse del asesino de Nicolás. Un nuevo interrogatorio, aún más duro, sacó a la luz múltiples contradicciones que le delataron; entonces confesó ser el autor del crimen.

Antes de pasar la noche en el calabozo, se despachó con avidez un menú a base de tortilla, merluza y café. A las cuatro de la tarde del 11 de diciembre de 1925 lo subieron en el rápido de Irún con destino a Madrid. Y allí dio pelos y señales de lo ocurrido. Nacido en el seno de una familia humilde y trabajadora de La Coruña, había llegado a la capital española en octubre de 1925, con el único objetivo de buscarse la vida. Comenzó como comisionista en la casa de pegamentos J.H., un trabajo que apenas le daba para pagar su estancia en una casa de huéspedes del Paseo de San Vicente. Para salir del paso se inventó que era representante de varias casas comerciales, argucia que le permitió estafar a algunos ingenuos en busca de trabajo.

Mientras hacía lo posible para lograr un papel como artista de cine, su obsesión desde niño, Manuel iba acumulando deudas. Hasta que su última casera, en la calle de San Marcos, le dio el ultimátum: o pagaba lo que debía o le denunciaba. No le quedó más remedio que pasar algunos días a la intemperie, vagando solo por la calle, incluso pidió prestado 300 pesetas a su amigo Rafael Seoane, hijo del jefe de la Estación de Sequeiros, pero no obtuvo la respuesta esperada. Decidió huir para no ser detenido.

Aquella fatídica noche del 8 de diciembre de 1925 se acercó a la Avenida de Pi i Margall, donde encontró a varios conductores que se ofrecían para cubrir trayectos largos. Se subió al primer coche que encontró y pidió al chófer, Nicolás Bernardo García, que lo llevara a El Escorial. Como no tenía dinero para pagar, al llegar a la carretera de La Coruña, en medio de una espesa niebla, sacó su pistola y apuntó directamente a la nuca del incauto conductor. Con tan mala suerte, o tan mala puntería, que erró el disparo y solo le rozó el cuello. Creyendo aquel que la detonación obedecía al reventón de una rueda, se bajó del vehículo para comprobarlo. Lo más llamativo es que Manuel le acompañó.

Ya de regreso al coche, Nicolás se percató de que tenía sangre en la nuca, por lo que le pidió un pañuelo para taparse la herida. No se explicaba cómo se la había hecho. Conduciría un poco más rápio para llegar antes al destino y curarse, advirtió a su cliente, que en ese momento ya le apuntaba nuevamente a bocajarro. El segundo disparo dio en el blanco. Nicolás emitió un débil gemido mientras su cuerpo se inclinaba, sin vida, hacia la derecha del asiento. Una vez controlado el coche, Manuel frenó en seco, abrió la puerta, sacó el cadáver y lo arrastró hasta una finca situada detrás de una pequeña tapia que había en la parte derecha. Luego le robó todo lo que llevaba en los bolsillos, que era casi nada: 15 pesetas y algunos céntimos, aparte de la documentación. A la mañana siguiente el peón caminero Julián Graciano Zamorano se topó con el coche atravesado en la carretera y, poco más allá, con el cuerpo sin vida de la víctima.

En la vista oral, celebrada en abril y mayo de 1927, Manuel alegó que llevaba varios meses viendo «espectros y fantasmas que me querían matar», y recreó el asesinato como si de una película negra se tratara. El abogado defensor pidió atenuar la pena alegando irresponsabilidad psíquica, pero no dio resultado: Manuel Varela Pereira fue hallado culpable de homicidio con la agravante de nocturnidad y despoblado, y condenado a 17 años, cuatro meses y un día de prisión.

Exceso de vida

Cuando cinco años después un periodista se acercó a la Escuela de Reforma de Alcalá para preparar un reportaje sobre la población penitenciara, lo encontró trabajando en la linotipia, arrepentido de su anterior vida y, según el encargado del presidio, bastante rehabilitado gracias al trabajo: «Eras un viciosillo, un loco por exceso de vida, sí (). Ahora eres un hombre y un buen linotipista», le felicitaba el director, mientras Manuel, ruborizado, reconocía: «Me he pasado seis años fuera de mi casa, y aun cuando siempre me acordé de mi madre, nunca he llorado por verla. Ahora, en la celda, he llorado muchas veces. Quiero hacerme un hombre para que cuando salga de aquí sea digno de ella».

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