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Antonio G. Encinas
Miércoles, 25 de noviembre 2015, 11:01
Son vecinos. Puerta con puerta de polígono industrial, a apenas cincuenta metros. El enorme monolito iluminado con su rótulo, Macrolibros, saluda cada día a los trabajadores de El Norte, que van y vienen con el ajetreo habitual. Una valla anaranjada separa la entrada de la nave principal, que queda al fondo, como si quisiera pasar inadvertida.Demasiado lejos para la mirada de reojo.
«Se está quemando Macrolibros».
El mensaje llegó casi al mismo tiempo a los empleados de la empresa y a sus vecinos del periódico. Y sin embargo, al primer vistazo, resultaba difícil calibrar el desastre. ¿Cuántas personas trabajan allí? ¿Cómo va la empresa? ¿De qué viene eso de Macrolibros? Vecinos que cruzan rutinas cada día sin reparar el uno en el otro. Anónimos.
LOS TESTIMONIOS
Ángel, el camarero del bar, señala el periódico. «¿Sabes ese hombre que desayuna aquí todos los días, que te lo presenté una vez? Su mujer trabaja en Macrolibros de toda la vida».
Y entonces el vecino desconocido empieza a tomar forma. A tener nombres y apellidos, y preocupaciones, y temor por su futuro. Y ya no se llama el incendio de Macrolibros. Se llama el incendio que se encontró Jose Luis González cuando iba a trabajar. El que intentaba fotografiar Mayte García López cuando llegó, sobresaltada, a la fábrica. El que sorprendió a María Ángeles Hoyos por whatsapp cuando iba camino de Zaragoza a ver a su Real Valladolid. El que dejó perplejo a José María Alonso, el jefe de Producción, que explicaba la magnitud del desastre con el semblante incrédulo de quien cuenta un mal sueño.
Ellos, y 144 trabajadores más, son el alma del vecino de polígono. Y los 11 eventuales. Y los 29 chicos de Asprona, que es como llaman a los trabajadores de Fundación Personas que se encargan de algunas tareas. Y los transportistas, los de mantenimiento, el de seguridad...
Dentro de la nave se entrecruzan las ganas de hacer cosas con la frustración de que nada funcione. El día que los trabajadores explican su visión de lo que ha pasado y de lo que está por pasar, aún no hay luz en la fábrica. Ni calefacción. Curiosamente, tampoco huele a humo.
Comienzan a hablar y aparecen los árboles genealógicos. Uno entró gracias a su padre.Otro, con sus hermanos. Un matrimonio trabaja en la empresa y aún no se han quitado el susto del cuerpo. Son las artes gráficas. Un oficio en el que eran comunes las sagas familiares. Se aprendía desde abajo. Uno entraba como aprendiz y en función de cómo se desenvolviera en el trabajo podía ir ascendiendo. A cajista, que todavía los había cuando la empresa se mudó al Polígono de Argales, en 1973. A encuadernador. A impresor.
Esa tradición familiar de las empresas de artes gráficas se ha mantenido hasta hoy día a pesar de las crisis, de los expedientes de regulación de empleo, los despidos, las absorciones y las fusiones.
Por eso, el incendio de la semana pasada se torna más dramático cuanto más se conocen las entrañas de Macrolibros. Lo que hay al otro lado de la verja.
¿Imaginan que mañana, al despertarse, se encontraran con que usted y su pareja y sus dos hijos, o quizá su hermano, o su padre, puedan perder su trabajo? Todos a la vez. Sin previo aviso. Y todos en el mismo sector.
Ese es el drama oculto de este incendio.
El que está a la vista es el del tiempo y el dinero. No se sabe cuánto costará volver. Ni cuándo podrán hacerlo. Los 37 trabajadores de la planta de impresión tienen claro que ellos serán los últimos en regresar al tajo.
«Hay una segunda nave, que es la de encuadernación industrial, que se intentará que empiece cuanto antes», explican desde el comité de empresa. «Y en cuanto esto esté solucionado, el tema de las estructuras, de la nave, y haya máquinas, para adelante».
Trabajadores y empresa han hecho piña desde el primer momento. La propiedad corresponde a un fondo de capital riesgo, Sherpa Capital, que se apresuró a enviar un comunicado público el mismo lunes para anunciar, junto al director general de la compañía Dédalo Print (a la que pertenece Macrolibros), que su intención es continuar con la actividad.
Aunque el diálogo entre trabajadores y empresa es constante, los empleados han fijado una estrategia de comunicación que les permita estar al tanto en todo momento de lo que ocurra. «Es que no todo el mundo tiene whatsapp», explica Mayte García. «Los miércoles hemos quedado con los empleados para darles la información que tenga el comité, que se reunirá los martes con la empresa», señalan los representantes de los trabajadores.
Estarán todos pendientes. Todos. Porque, esa es la única buena noticia, no hubo víctimas. El turno de noche, esta vez, no funcionaba. Sí lo iba a hacer cuando llegaran diciembre y enero, porque la empresa, tras años de incertidumbre y dificultades, iba a cerrar un año más que satisfactorio.
Ese gran año y la buena fama que tienen sus productos en el sector son los dos apoyos que los empleados esgrimen para apostar por la continuidad. «Estos años atrás ha habido menos trabajo, pero ahora se estaba recuperando mucho el mercado, hay una capacidad de impresión muy grande y teníamos fama en el mercado nacional e internacional.Y ese buen nombre espero que nos ayude a retomar un poco la situación», explica José María Alonso.
Todos se acuerdan de Campofrío.
Hace poco más de un año. Una empresa con 53 años de historia en la ciudad. 940 empleados.
Sí, quizá las cifras de aquel incendio, la potencia de la marca una multinacional y las impactantes imágenes del humo negro sobrevolando la capital burgalesa tengan más fuerza que una pequeña imprenta.
Pero comparemos.
42 años de historia en la ciudad. 148 empleos fijos. 11 eventuales. Otros cien, prácticamente, entre los 29 de Fundación Personas y los de empresas que realizan trabajos para Macrolibros.
Han pedido ayuda al Ayuntamiento. Que intercedan ante la Junta. Ante el Gobierno. Aunque se vengan las elecciones. Al fin y al cabo, Macrolibros es un vecino de Valladolid. Y tiene nombres, apellidos y vidas tras las cenizas.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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