Las calaveras de las hermanas Sobrino
Estas dos religiosas ocupan un importante lugar entre los escritores vallisoletanos del XVII
javier burrieza
Martes, 25 de agosto 2015, 21:25
La sensibilidad del barroco ha pervivido durante mucho tiempo. Y en la mesa del refectorio del convento de las carmelitas de Valladolid, en el lugar donde se sentaba la priora, siempre la acompañaba en la colación la calavera de una de sus primeras antecesoras en el oficio, la madre María Bautista, sobrina de Teresa de Jesús. Ahora esta pieza ya se ha guardado en la sala capitular y allí podemos descubrir a otros personajes, convertidos en relicario, como tenemos costumbre los españoles de hacer con nuestros antepasados. En una urna se guardan dos cráneos correspondientes a sendas monjas vallisoletanas del siglo XVII de las que hemos tenido oportunidad de escribir con motivo del V centenario del nacimiento de santa Teresa, aunque éstas nunca la conocieron. Son las hermanas Sobrino Morillas, llamadas en religión María de San Alberto y Cecilia del Nacimiento.
Ambas dos se encuentran en un lugar de privilegio dentro de la historia literaria de la ciudad, por haber sido las más importantes escritoras que ha proporcionado este convento de mujeres de letras. Es cierto que pertenecían a una familia singular, con unos progenitores de extensos conocimientos. Sobresalía Cecilia de Morillas, la madre de nueve hijos, ocho de ellos clérigos, monjas y frailes. María de San Alberto indicaba hasta qué punto había recibido este magisterio. Las enseñó a leer en romance y en latín, «a dibujar, bordar y hacer todas las demás labores curiosas y caseras, y el canto de órgano, y yo sabía tañer el clavicordio, que para tan poca edad, era mucho«. En una cultura donde no existía acceso a la Biblia, porque solamente se podía leer en latín, Cecilia Morillas lo sabía hacer y desde ese conocimiento, las entretenía con sus distintas historias y personajes, criticando la proliferación de las novelas de caballería.
Mujeres de gobierno
Ambas hermanas tomaron juntas el hábito, un 17 de enero de 1588. Todavía recordaba, muchos años después, la cronista del convento, las «coplitas« que María de San Alberto les cantaba a las monjas en este día de San Antón. Tras su profesión religiosa, se hallaban preparadas para ejercer cargos de gobierno y de expansión de las fundaciones teresianas, en aquellos años primeros tras el fallecimiento de la reformadora; con las controversias despertadas cuando el Carmelo descalzo se convirtió en una orden independiente. María de San Alberto se quedó siempre en Valladolid. Se dedicó a la formación de las novicias que llamaban a la puerta reglar en los años de la Corte, con la presencia continuada de los reyes y, sobre todo, de Margarita de Austria. Cecilia del Nacimiento fue enviada al convento de Calahorra, siendo responsable de la formación de las novicias y del gobierno del convento. Había pedido en sus días la madre Teresa a sus monjas que la lectura era tan importante en la vida espiritual como el alimento para el cuerpo. Regresó diez años después a Valladolid aunque la fundadora de las carmelitas en Francia y los Países Bajos, Ana de Jesús, la llegó a ofrecer acudir a aquellos lugares. La monja vallisoletana indicó que sin el permiso de sus superiores, todos hombres, nada pondría en marcha.
En uno de sus trienios como priora, María de San Alberto amplió la vivienda de las monjas, con la construcción de nuevas celdas que abrían sus ventanas a la huerta. Era menester compensar la vida retirada de las descalzas con la contemplación de ese fragmento de la naturaleza. La obra se interrumpió para retomarla de nuevo cuando fue elegida otra vez en 1629. Ella misma lo cuenta: «hartas maravillas experimenté en el discurso de este negocio, que fueron bien menester según cayó en unos años tan trabajosos, y los dineros que costó«. Una crónica menos contemporánea describía su carácter: «a todas sus hermanas, a quienes recibía siempre con tan afectuosa sonrisa y acogida, como si no tuviera otra cosa que hacer, y ellas nunca cansaban de comunicarla«.
Escritoras escogidas
Las hermanas Sobrino fueron habituales en la pluma. El carmelita Juan Luis Rodríguez ha calificado a María de San Alberto cómo una de las mejores escritoras de su orden, encontrando claridad de estilo y sencillez con que comunicar sus experiencias espirituales. Hablaba con gran profundidad de todas ellas, cuando el conocimiento teológico estaba vedado a las mujeres. Y eso que el General de la Orden no era partidario que las monjas escribiesen de estas cuestiones y la ordenó que destruyera estas páginas.
Las Batuecas y la poesía
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Las Batuecas, donde nos decían los profesores que estábamos cuando andábamos distraídos, fue un desierto fundado en 1599 por fray Tomás de Jesús, confesor de Cecilia del Nacimiento, para reconstruir la vida eremítica de los antiguos carmelitas. La monja vallisoletana de clausura no lo debió conocer nunca pero en su descripción poética encontramos la influencia innegable de san Juan de la Cruz aquí las peñas cuyos hombros hacen / a la región del aire competencia; / puntos de riscos en que el cielo estriba, / montañas encumbradas por esencia; / valles profundos do las fieras pacen, / fuentes que brotan de la peña viva, / yerba menuda que el humor reciba. La condición de poeta de la otra hermana, María de San Alberto, la cifraba uno de sus estudiosos fray Emeterio de Jesús en el manejo de la métrica, en la belleza del lenguaje usado, en la galanura de las imágenes utilizadas en el verso.
Blanca Alonso Cortés dedicó su tesis doctoral, en 1944, a estas dos monjas, considerando que sus páginas debían estar en los primeros puestos de lo escrito en el siglo de oro español en el ámbito de la ascética y la mística. Cuando se han preparado la edición de las obras de Cecilia del Nacimiento se la ha calificado como la mejor poetisa del Carmelo. El primero que se refirió a ella, en su obra enciclopédica de la orden, fue en 1710 fray Manuel de San Jerónimo. Años después (1768) figuraba entre «las mujeres vindicadas de las calumnias de los hombres«, catálogo elaborado por el bibliotecario real Juan Bautista Cubíe. María de San Alberto, sin embargo, fue una gran cronista de la vida conventual, cantora musical con su buena voz al contrario que Teresa de Jesús; impulsora con sus obras dramáticas de la vida teatral, nunca ajena a un convento del Carmelo.
En medio de tantas virtudes intelectuales, las mentalidades del barroco no podían dejar de buscar hechos extraordinarios. Resultaba igualmente prodigioso que María de San Alberto se atreviese a ser pintora capaz de hacer sombra a Diego Valentín Díaz, artista del Valladolid del siglo XVII, cuando recompuso un óleo de la Verónica que se conservaba en mal estado en el convento. Aun así, los recuerdos que escribieron una hermana de la otra, los trazados por su hermano también carmelita fray Diego de San José y las páginas hagiográficas que plasmó la cronista del convento, permiten comprobar que no todo en ellas fueron letras sino que cultivaron las virtudes, por los medios que se resaltaban en el siglo XVII: la mortificación, la penitencia, la práctica de la obediencia y el amor por la pobreza.
Las mejores reliquias, sus letras
En los últimos años de María de San Alberto se sucedieron diversas parálisis, encontrándose especialmente impedida de un brazo, hasta su muerte en julio de 1640: «las ansias que tenía de ver a Dios eran grandísimas y decía muchas veces: ¡Ea vamos!«. Seis años después fallecía Cecilia del Nacimiento. Con ambas se despertaron las iniciativas para promocionar su santidad. Por eso, concluía la mencionada cronista del convento, Petronila de San José: «todas le damos gracias por habernos dado para hijas desta asa y Madres nuestras a estas dos santas Madres en quienes tenemos ejemplares de todas las virtudes, ejercitadas en grado heroico, de que somos testigos muchas religiosas de las que hoy vivimos«.
Pero había reliquias más importantes de las hermanas Sobrino que las dos calaveras que nos llamaron la atención en la sala capitular de la clausura. Subrayamos las huellas de esta inevitable familia que convirtió el convento en tesoro de las esencias de las letras de la madre Teresa, pues gracias al diálogo familiar que existía entre los hermanos, el primogénito Francisco Sobrino rector de la Universidad y obispo después de la diócesis depositó en el lugar de residencia de sus hermanas, las monjas escritoras, la segunda versión de «Camino de Perfección« y la colección de cartas dirigidas por la reformadora a su priora en Sevilla, María de San José. Tantos papeles dibujados, cartas familiares, pinturas, cuadernos de poesías repartidos en los legajos del archivo de este convento que hacen de la investigación histórica, un asunto más bello si cabe: la trayectoria de los sentimientos y de las mentalidades de los siglos pasados.
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