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Enrique Berzal
Sábado, 4 de julio 2015, 20:24
Lo llamaban «el indio patagónico» porque había pasado 40 de sus 53 años en Argentina. Por eso cuando en octubre de 1954 regresó a Villagarcía de Campos, donde había nacido en 1892, lo recibieron como una previsible mezcla de admiración y curiosidad. Lo primero que hizo Inocencio González Domínguez fue reparar en los cambios que había experimentado su pueblo; no solo en la gente, por supuesto, sino también, y sobre todo, en el terreno.
Esto último era, por defecto profesional, lo que más le interesaba: después de cuatro décadas trabajando en diversas compañías petroleras de Argentina, Inocencio presumía de conocer a la perfección esta industria. De ahí que las alarmas periodísticas saltaran al unísono cuando aquel 25 de junio de 1955, esgrimiendo poderosas razones de experiencia laboral, «el indio patagónico» hizo público su impactante veredicto económico: en Villagarcía de Campos había petróleo. Toda una declaración de futuro.
Al corresponsal de El Norte de Castilla le faltó tiempo para plantarse en el pueblo y entrevistar al protagonista. No era para menos: la España de Franco, sumida en una economía autárquica, necesitaba petróleo para hacer frente a la creciente demanda de combustible. Como el país era deficitario en esta fuente de energía, a la asfixia económica derivada de la autarquía se sumaba la enorme cantidad de divisas que se evaporaban en la compra de petróleo a países como Estados Unidos. De ahí que el gobierno de Franco no escatimara esfuerzos en la búsqueda de pozos autóctonos; era, en efecto, la «fiebre del oro negro» impuesta por la penuria del momento, la misma que nueve años más tarde explicaría el estallido de alegría ante el hallazgo de petróleo en la localidad burgalesa de Valdeajos.
Sondeos fallidos
De hecho, en diciembre de 1952 el gobierno había declarado de interés nacional la actividad de investigación en materia de hidrocarburos, tarea encomendada al Instituto Nacional de Industria (INI) aunque respetando la labor que a este respecto venían desarrollando las empresas privadas ADARO y CIEPSA. Al año siguiente se llevó a cabo un sondeo fallido en Marcilla, provincia de Navarra, y tampoco hubo suerte en las prospecciones realizadas en Castilfrío (Soria) y San Lorenzo de la Parrilla (Cuenca).
Finalmente, en 1954, meses antes de la noticia vallisoletana, se había creado la Compañía Ibérica de Petróleos, sociedad dedicada a la investigación de hidrocarburos, si bien aún faltaban tres años para la puesta en funcionamiento de la Comisión Nacional de Combustibles, y uno más para la famosa Ley de Hidrocarburos que intensificaría las prospecciones y catas por toda España.
Ante tamaño panorama, las declaraciones de Inocencio González no tardaron en correr como la pólvora. Aseguraba que nada más regresar de Argentina y recalar en Villagarcía, el paisaje le resultó familiar. Era algo así como la Patagonia en Valladolid, pues de sus observaciones dedujo «que la configuración del terreno, la vegetación, la composición caliza de la tierra, los pastos y la aridez son en su pueblo muy semejantes a los de la tierra patagónica y, según sus informes, a la de Pensilvania».
Obsesionado por demostrar que Villagarcía de Campos, que en esos momentos apenas llegaba a los 850 habitantes, albergaba petróleo en su subsuelo, creyó dar con la clave del caso al tener noticia de que días atrás, dos hombres habían muerto en un pozo de 50 metros de profundidad intoxicados por gas. Un indicio reforzado por rumores que hablaban de obreros dedicados a la tarea de abrir pozos que habían huido al advertir la existencia de gas nocivo.
No solo eso. Después de 40 años fuera de la localidad, Inocencio aseguraba advertir un cambio trascendental en el paisaje: «Algunas colinas que se alzaban entre Villagarcía y Villanueva y que impedían totalmente que desde este pueblo se observara la torre de la iglesia del vecino, han cedido por lo menos diez metros, puesto que ahora se ve perfectamente». Era esta, aseguraba, la prueba definitiva de la existencia de petróleo a unos 500 metros de la superficie.
Y como «los gases que anticipan toda formación de este combustible afloran», ello explicaría la muerte de los operarios y las precauciones del resto de obreros dedicados a abrir pozos. Las piezas encajaban en el idílico puzzle del vallisoletano, cuyas pesquisas no se limitaban a su localidad natal sino que se extendían a Urueña, San Cebrián de Mazote y Ciguñuela, donde también se tenía constancia de la existencia de gases nocivos; incluso llegaban hasta Villabrágima, pues aquí se tenía constancia de la presencia «de una grasa parecida al aceite a la que no se concedió entonces importancia».
El corresponsal de El Norte de Castilla no pudo por menos que dar a conocer a los lectores la crucial importancia de tales afirmaciones, pues algunos geólogos venían avanzando que en España «pueden existir formaciones de hidrocarburos tan abundantes como en América o Persia». De inmediato, periódicos como ABC y las Hojas del Lunes de Burgos y Barcelona, entre otros, se hicieron eco de la noticia.
La tarea más urgente, advertía Inocencio, era estudiar la composición de los gases, para lo que proponía crear una comisión de químicos de la Facultad de Ciencias o de cualquier empresa privada. Él mismo había tratado de mover hilos recurriendo al Ministerio de Industria, «pero varios geólogos me lo quitaron de la cabeza. No descanso hasta ver resueltas mis dudas sobre la existencia de oro negro en Valladolid», reconocía.
«Me toman por loco, pero no me importa. Creo en lo que digo. En Villagarcía no creen que esto es la Patagonia y que Valladolid puede ser la provincia del petróleo», se lamentaba, seguro de sí mismo y optimista en un futuro de prosperidad para su pueblo merced al oro negro. La realidad, empero, no tardaría en contrariarle: como ocurrió en tantos otros sitios, lo del petróleo en la provincia de Valladolid se quedó en mero espejismo.
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