ENRIQUE BERZAL
Lunes, 1 de junio 2015, 08:55
De él se ha dicho de todo: bueno, muy bueno, malo, muy malo y regular. Porque aunque levanta pasiones encontradas, en lo que todos coinciden, amigos y adversarios, colegas de partido y miembros de la oposición, es en que a nadie deja indiferente. Si hasta finales de mayo de 1995 el principal mérito político de Francisco Javier León de la Riva consistía en haber acabado con 16 años de gobierno socialista en Valladolid, poco antes del pasado día 24 esgrimía, como principal aval de su polémica candidatura, sus cinco mandatos consecutivos con mayoría absoluta. El último, hace cuatro años, batiendo todos los récords en número de concejales, 17 en total.
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Era, sin duda, el último destello de gloria política de quien nunca tuvo empacho alguno en reconocerse como «el hombre de Aznar» en Valladolid, ciudad donde nació el 15 de noviembre de 1945 y en la que ha desarrollado toda su carrera política. Ex alumno del Colegio Nuestra Señora de Lourdes, donde estudió secundaria, en la Universidad de Valladolid se licenció y obtuvo el título doctor en Medicina, especialidad en Obstetricia y Ginecología, fue profesor ayudante y profesor titular, dirigió la Escuela de Enfermería y ejerció como jefe clínico del Departamento de Obstetricia y Ginecología del Hospital Clínico Universitario. Compaginó la actividad docente con la profesión de ginecólogo y en los 80 presidió el Sindicato Médico Libre.
Aunque sus años de estudiante coincidieron con la efervescencia de la oposición universitaria al Franquismo, no consta que Javier León de la Riva tomase parte activa en la misma, ni a favor ni en contra. Si acaso, él fue de los pocos colegas que se mantuvo al lado del ex rector José Ramón del Sol aquella fatídica jornada del 29 de enero de 1975, cuando un grupo de estudiantes lo abordó en la Facultad de Medicina para someterle a un implacable lanzamiento de huevos al grito de «¡dimisión!», «¡dimisión!». Era la antesala del polémico cierre de la Universidad vallisoletana.
Con Aznar
Amigo personal de José María Aznar, si León de la Riva ayudó como ginecólogo al nacimiento de su tercer hijo -Alonso-, el ex presidente del Gobierno ayudó como secretario general de Alianza Popular al nacimiento de su vocación política. Y eso que en un primer momento, como él mismo ha confesado, Aznar no era santo de su devoción. También Santiago López Valdivielso, entonces presidente provincial de AP, y el propio Manuel Fraga pusieron su granito de arena. Lo convencieron, y de qué forma: en febrero de 1985 entraba en la Ejecutiva Provincial como secretario adjunto segundo.
El salto político definitivo lo dio dos años después pero no en la arena municipal, sino en el Ejecutivo autonómico: cuando en el verano de 1987 el acuerdo con el CDS propició a Aznar la presidencia de la Junta de Castilla y León, el vallisoletano, elegido también procurador en las Cortes regionales, entró a formar parte del gobierno como consejero de Cultura y Bienestar Social. Agotó la legislatura en el cargo no sin antes asistir a la renuncia de su amigo y líder popular, llamado por Fraga para liderar el partido a escala nacional. De hecho, León de la Riva estuvo hasta el último momento en las quinielas para suceder a Aznar, y si el elegido fue finalmente Jesús Posada se debió, según testigos del momento, a los temores bien fundados del presidente saliente, sabedor de que De la Riva no cumplia el requisito de ser un líder de consenso para afianzar desdela Presidencia de la Junta el complicado pacto de Gobierno con el CDS.
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Genio y figura hasta la sepultura, cuando ese año concurrió a la alcaldía de Valladolid por el ya refundado Partido Popular, lo hizo muy a su manera, advirtiendo a sus colegas de militancia que la cosa pública «no es una bicoca» y que quien pretendiese vivir del Ayuntamiento ya podía sacar antes unas oposiciones o liquidar la herencia familiar. De inmediato circularon rumores de listas municipales alternativas en el seno del propio PP.
Los comicios de 1991 fueron, de hecho, los de su primera y amarga victoria: vencedor con 99.488 votos en la capital frente a los 92.807 del PSOE que lideraba Tomás Rodríguez Bolaños, alcalde desde abril de 1979 y buen amigo suyo, el pacto de éste con Izquierda Unida propició una nueva legislatura socialista. Sería la última. Asediado por los escándalos de corrupción y la «guerra sucia» contra ETA del gobierno nacional, Rodríguez Bolaños vio en 1995 cómo su fama y popularidad entre los vallisoletanos no fueron suficientes para revalidar la alcaldía. León de la Riva, que entre 1991 y 1995 había ejercido como portavoz del Grupo Parlamentario Popular en las Cortes, obtuvo los 15 concejales necesarios para alzarse con la mayoría absoluta. Ya no se apearía de la misma hasta hace precisamente seis días, cuando los 12 concejales obtenidos en los comicios anunciaron lo que algunos en su entorno cercano temían: otra amarga victoria como la de 1991, pero que en este caso le costaría la alcaldía. El desencanto ciudadano hacia los partidos mayoritarios, los casos de corrupción en el PP y el propio juicio por desobediencia que le ha condenado a 13 meses de inhabilitación para ejercer cargo público influyeron para frenar en seco su récord de 20 años al frente del Consistorio vallisoletano.
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Transformación
20 años en los que ha liderado una radical transformación y modernización de la ciudad pero que también se han visto salpicados de pifias y salidas de tono que han agrandado su ya de por sí asentada fama de hombre soberbio y con ramalazos de intolerancia. Si en su primer mandato se estrenó con medidas como los concejos abiertos, la Policía de Barrio, la recuperación de las márgenes de La Esgueva, la construcción de los puentes Condesa Eylo e Hispanidad, la apertura del aparcamiento de la Plaza de España y la recuperación, para usos culturales, del Matadero Municipal, hasta 1999 eliminó el Poblado marginal del Obregón e impulsó el proceso de rehabilitación del Casco Histórico y la reurbanización de la Plaza España y la Plaza Mayor.
Más polémicas fueron decisiones como la de privatizar la gestión del agua, iniciada en marzo de 1996 y que enfrentó al alcalde con la oposición política y la Federación de Asociaciones de Vecinos, su adversario social más tenaz. Luego vendrían, entre otras muchas medidas, la puesta en marcha, en 2002 y 2003, del Museo Patio Herreriano de Arte Contemporáneo Español y el Museo de la Ciencia, la reforma de la Acera de Recoletos, la Feria de Día y el Festival Internacional de Calle, el adelanto de las fiestas de la ciudad, que desde 2001 coinciden con el día de la Patrona, la Virgen de San Lorenzo (8 de septiembre), la eliminación total, en enero de 2003, del Poblado de La Esperanza y la inauguración, en diciembre de 2007, de la línea de Alta Velocidad Madrid-Valladolid, medida que conllevaba la creación de un nuevo área de centralidad en el entorno de la Estación, potenciado por la proximidad de la Ciudad de la Comunicación y el anunciado soterramiento; proyectos ambos que la crisis frenó y que aún están por ver.
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Si la fama de «buen gestor» labrada en sus primeros dos mandatos ha terminado por calar en buena parte de la ciudadanía, en el seno del PP algunos no dudan en calificarle como lenfant terrible por sus sonadas desavenencias con gobiernos «amigos», ya sea en casos como la financiación municipal o la demanda de mantener el de Villanubla como único aeropuerto de la región. Y no han sido pocas las veces que ha tenido que lidiar con colectivos sociales. A la pertinaz oposición de la Federación de Vecinos, que en todo momento ha tildado su carácter y actuación de totalitarios y ha tumbado, vía recurso judicial, no pocos proyectos urbanísticos, se suman polémicas como la de la Noche de San Juan de 2000, cuando una contundente carga policial respondió a los colectivos alternativos que vulneraron la prohibición edilicia de celebrar la hoguera en la Playa de las Moreras, o la bronca ciudadana desatada en su día contra la Ordenanza de Protección de la Convivencia Ciudadana y de Prevención de Actuaciones Anisociales, más conocida como «ordenanza antivandalismo».
Muy exigente consigo mismo y con sus propios compañeros, aseguran quienes le conocen bien que en el fondo es su timidez la que le convierte en un hombre altivo y soberbio. Lo cierto es que su incontinencia verbal, con cierto tufillo machista, ya fuera sobre los «morritos» de Leire Pajín o su «reparo» a entrar en un ascensor con una mujer a solas por si se «arrancaba el sujetador o la falda» y salía gritando, lo han terminado por catapultar a la primera plana nacional en su faceta menos amable. La sentencia hecha pública ayer supone por tanto una nueva ráfaga de lluvia en un terreno ya muy mojado.
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