Enrique Berzal
Sábado, 17 de enero 2015, 16:44
Cuando Miguel Delibes dijo aquello de que la Ley Fraga establecía un «régimen de censura real sin censura aparente» sabía de lo que hablaba. De hecho, como vimos en el artículo anterior, él había sido víctima directa de la, supuestamente, progresista disposición. Cierto es que la Ley de Prensa establecida por Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo supuso un avance sustancial, en términos de mayor libertad, dentro de los estrechos márgenes de la dictadura franquista. Pero también lo es que su famoso y polémico artículo 2 implantó peligrosos límites a la expresión pública, pues establecía la posibilidad de sancionar a aquellas publicaciones que atentasen contra los Principios Fundamentales del Movimiento y el ordenamiento jurídico del Régimen, imponía el depósito previo de ejemplares con la posibilidad de secuestro administrativo de la edición, sancionaba la consulta voluntaria de textos antes de su publicación y creaba el Registro de Empresas Periodísticas, que permitía al Gobierno inspeccionar las empresas, prohibir la inscripción en el Registro o incluso cancelarla, como ocurrió con el diario Madrid.
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De ahí que la Ley Fraga no dejara de ser un arma en manos del Gobierno para controlar de manera arbitraria la información. El Norte de Castilla lo experimentó en numerosas ocasiones, a veces hasta extremos inauditos. Así lo reflejan numerosos informes de la Delegación Provincial de Información y Turismo que custodia el Archivo Histórico Provincial de Valladolid.
Hubo ocasiones, por ejemplo, en los que el delegado provincial apercibió al director del rotativo por publicar informaciones, fotografías o viñetas que, a juicio del director general de Prensa, atentaban contra la moral y el orden público. Es lo que ocurrió en mayo de 1971, cuando en Madrid interpretaron que la viñeta de Medina publicada el 30 de abril sobre la objeción de conciencia podía constituir una falta al «debido respeto a las Instituciones y personas en la crítica de la acción política u administrativa». Medina enfrentaba a un soldado de baja estatura con un mando del Ejército enorme y con expresión feroz: «Sí señor, yo era objetor de conciencia hasta hace cinco minutos en que le he conocido a Ud.», le confesaba, tembloroso, el pequeño recluta.
Al año siguiente le tocó el turno a Domingo Criado por dibujar un «Mono en el que se encuentra un hombre riendo con el siguiente pie: Me río, luego la libertad de expresión existe», protestaba el delegado provincial de Información y Turismo, Carmelo Romero, ante el director en funciones del rotativo, Emilio Salcedo.
Especial atención prestaban las autoridades del momento a la salvaguarda de la moral sexual conforme los principios de la jerarquía católica española. Ello explica apercibimientos como el que en septiembre de 1970 advertía del carácter inmoral de una fotografía publicada el día 13 bajo el título, bastante expresivo, de «Polansky busca consuelo»: en ella aparecía el famoso director de cine junto a Connie Kreski, joven modelo que lucía un generoso escote.
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Algo parecido sucedió cuando en 1971 El Norte se hizo eco de la proyección de películas como «Algo amargo en la boca», dirigida por Eloy de la Iglesia y anunciada como «¡Sexual estreno!», publicidad intolerable a ojos del director general de Prensa por incluir frases como «es la historia de tres mujeres y un hombre que fue destruido después de haber tenido con las mismas, sucesivamente, contacto carnal».
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