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Daniel y Susana, en la librería El Pasaje, de Parquesol.
La historia de amor que nació de las casualidades y los fascículos

La historia de amor que nació de las casualidades y los fascículos

Susana tenía una librería. Daniel un quiosco al lado. «Fue un flechazo de negocios...», dicen desde ElPasaje

Víctor Vela

Lunes, 8 de diciembre 2014, 13:06

Hablemos de las casualidades. De las benditas casualidades. Casualidad es, por ejemplo, que en el año 1992 la dueña de un quiosco de Parquesol, en el pasaje de la calle Juan Martínez Villergas, esté pensando en traspasar el negocio y se lo diga a una conocida para que sus hijos, Daniel Soria y su hermano, se hagan cargo del local. Casualidad es, un suponer, que una mujer decida en 1995 buscar comprador para su librería, situada (oh, sí, casualidad) en el pasaje de la calle Juan Martínez Villergas y encuentre una mujer dispuesta a tomar las riendas. Casualidad es que esta mujer, al final, se lo piense mejor, de un paso atrás y deje a su hermana, Susana Ruesgas, al frente de la librería. Casualidad es que, del mismo modo que la hermana de ella se hizo a un lado, el de él también tomó otro camino en un determinado momento. Daniel se queda solo a los mandos del establecimiento. Casualidad es, en fin, que Daniel regente un quiosco en el pasaje de Juan Martínez Villergas y que, tres años después, Susana se instale, precisamente, justo en el local de al lado, para sacar adelante la librería.

Casualidad.

O destino.

O vete a saber cómo llamarlo.

El caso es que hay historias que se cuecen a fuego lento, amores que se escriben por capítulos, relaciones que se ensamblan por fascículos y sí, esta es una de ellas. «Fue un flechazo de negocios... y de todo lo demás». Lo dice Susana apoyada en el mostrador de la librería El Pasaje, la tienda compartida que nació de una historia en común. Porque un día, estos vecinos de negocio decidieron derribar el muro que separaba sus dos locales y fundar comercio y familia. Sí. Acabaron casados. En el año 2000 juntaron el quiosco de él y la librería de ella. Seis años después abandonarían el pasaje donde comenzó todo y se mudaron unos metros, en la misma calle («ya habíamos hecho clientela y estábamos contentos»). Eso sí, el nombre del quiosco-librería recuerda el lugar, aquel pasaje, en el que todo comenzó por un racimo de casualidades.

Un par de locales más abajo está...

Espera, espera, no os vayáis todavía, dice Daniel cuando los reporteros están a punto de marcharse con su historia en la libreta.

Y ya con la mano en la salida, el quiosquero librero señala un cartel que tiene colocado en la puerta:46. The doctor.

¿Yeso?

Valentino Rossi.

¿Te gusta?

Es el mejor, dice Daniel.

Con la de pilotos españoles que hay...

Sí, sí, pero como Rossi. Lleva ya 18 años. Pedrosa es muy soso. Lorenzo... Lorenzo no me gusta. Márquez está ahí... pero Rossi...

Decíamos que dos locales más allá está Ramiro Marcos, en su negocio de reparación de calzado, artesano de la piel. Su mostrador parece la sala de espera de un hospital de las tapas y los tacones. Hay zapatos enfermos que esperan su medicina, botas con la suela abierta que necesitan puntos de sutura, lengüetas que supuran por la herida. Ramiro lleva en el oficio 18 años (como Rossi en la moto, vaya), aunque las huellas de los zapatos se hunden con firmeza en su infancia. Natural de Fermoselle, tenía que ir todos los días al colegio en el pueblo de al lado, Villarino de los Aires, «donde está la turbina del embalse de la Almendra». Había días en los que, al salir de la escuela y hasta que podía volver a casa, se iba con un amigo de sus padres que era zapatero. Y allí, en las largas tardes de primavera o las frías sobremesas de invierno lo veía trabajar. «Y algo de eso se me debió quedar».

Con 12 años, su familia se vino a Valladolid y Ramiro ingresó en el Cristo Rey, «como todos los que en esta vida hemos ido para curritos». A los 14 empezó a trabajar como tornero. Estuvo luego en la construcción. De soldador. Yen una fábrica ferroviaria. De allí tuvo que salir por una incapacidad, hace 18 años. «Me tocó buscarme la vida». Y recordó lo que de pequeño aprendió junto al zapatero amigo de sus padres.«Le compré la máquina a uno a cambio de que me enseñase». Y aquí anda, entre tacones y suelas, en este hospital del calzado lleno de láminas campestres, fruto de su afición por la caza, la pesca y la micología que cultiva ahora en Parquesol, en plena ciudad.

Porque si la gran ciudad es cuna de atascos y rutinas, de vez en cuando la urbe recoge su grisura para regalar sorpresas en rincones insospechados. Como este número 11 de la calle Juan Martínez Villergas. Un árbol de cerámica escala por la pared del edificio para señalar que aquí, desde 1994, está el taller de Alfonso Rodríguez y Beatriz Coello. Artifex. Un paraíso para los amantes de la cerámica artística. Una isla en mitad de Parquesol para los buscadores de tesoros artesanos. La planta baja del local hace las veces de tienda, con un horno de gas a la vista del cliente, que puede comprobar en primera persona cómo se cuecen y rematan los palomares, las fachada de San Pablo talladas en barro, las figuritas de belén o los trofeos deportivos que Beatriz y Alfonso tallan en su taller, situado unos pasos más arriba, en una entreplanta llena de moldes, de palillos, de útiles y tornos manuales. Y en el suelo, esperando turno para convertirse en arte, los lingotes de barro que les suministran desde una fábrica de Barcelona. «Viene limpio, no tiene arena ni se crean caliches, por lo que son de mucha mejor calidad para nuestro trabajo».

Su trabajo (que desempeñaron primero en Megeces, luego en La Flecha y desde hace casi 20 años aquí en Parquesol) es un catálogo de creaciones que incluye monumentos, piezas para souvenirs, murales, tallas en bronce. O caricaturas, uno de las vertientes del negocio que más salida tienen en los últimos tiempos. Basta con llevar un par de fotografías sobre la persona a la que se quiere retratar y los artistas le hacen su modelo en barro. Hay dos antiguas pantallas de ordenador entre trocitos de arcilla sobre las que Beatriz proyecta las fotos para captar hasta el más mínimo detalle, el gesto más revelador de la persona de la que va a realizar una caricatura. «Los más difíciles son los guapos, porque no es fácil captar la belleza». Pero siempre ayudan las gafas, los bigotes, el peinado. Olos detalles que aludan a las aficiones o los objetos profesionales. Ahora trabaja, por ejemplo, en un profesor de música, con guitarra incluida. El apellido de Beatriz da pistas sobre el origen de su maestría. Alfonso comenzó a moldear su destreza «con los curas», en el colegio, en la clase de Pretecnología del Centro Cultural Maristas. «Allí terminé haciendo santos», bromea. Hoy, junto a Beatriz, suministran su trabajo a sesenta tiendas y negocios, desde El Corte Inglés hasta los comercios de recuerdos de la capital, pasando por instituciones y federaciones deportivas.

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