Vidal Arranz
Domingo, 2 de noviembre 2014, 18:05
Paloma Gil es poco amiga de las actuaciones espectaculares y bruscas, y evita la arquitectura entendida como boato y brillo. Coautora de la Casa de la India y de la reforma del antiguo Matadero que dio pie, entre otros espacios, a la creación del LAVA, defiende una arquitectura mínima, modesta, que trabaje sobre la base de respetar lo existente. Por ello, está convencida de que una de las tareas pendientes de la ciudad es pensar el modo de dar vida a los edificios vacíos que salpican su paisaje urbano, y que cada vez son más abundantes. «No puedo entender que se abandonen o desalojen edificios. Estoy en contra. Pocas veces hay una razón técnica que lo justifique, porque la mayor parte de las necesidades pueden satisfacerse con reformas. Lo que impera es el afán por tener un juguete nuevo, brillante, aún a costa de dejar otro vacío».
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Por ello, ve «urgente» pensar nuevos usos para esos edificios abandonados que se han visto privados de la que era su función. Como la sede de Hacienda, o la iglesia de la Plaza de España, sin ir más lejos.
Gil, que es madrileña de nacimiento, pero vallisoletana desde los dos años, cree que ese gusto por el «juguete nuevo» está siendo un verdadero freno a la rehabilitación y la reforma de la ciudad existente, que debería ser la opción prioritaria de todas las administraciones en un momento como éste, en el que apenas se cuenta con dinero para obra nueva. «La rehabilitación no termina de prosperar porque al concepto de sostenibilidad se opone el de rentabilidad política. Y las autoridades creen que un edificio nuevo es más rentable, lo que no es siempre cierto». Ella, en cambio, invita a abandonar esa visión consumista de la arquitectura, que lleva a desechar edificios útiles de forma innecesaria. «La arquitectura no es un producto de usar y tirar».
La manía de lo instantáneo
Muy al contrario, Paloma Gil cree que el momento actual exige «aprender a trabajar con lo que hay». Ello supone asumir las circunstancias en las que la arquitectura debe desarrollar su labor, con todas sus limitaciones, y entender que tras ellas quizás se escondan puertas que abran nuevas posibilidades de actuar.
Esta nueva mentalidad choca con una ciudad que tiene «un gusto excesivo por las actuaciones de rompe y rasga, por la búsqueda de resultados inmediatos», y frente a todo ello reclama una reflexión más pausada y compleja. «La rehabilitación se ha convertido en ocasiones en un gran maquillaje. Tiene que ver con esa manía social por lo instantáneo. Yo creo, en cambio, que hay que dedicar tiempo a repensar los edificios y los espacios. Más que en la rehabilitación, creo en la reutilización: entender que el funcionamiento de un edificio puede ser otro diferente».
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A su modo de ver, «este es el momento de pararse a pensar, especialmente ahora que no hay dinero para hacer grandes edificios nuevos». Por todo ello, pide «abrir una reflexión sobre qué hacemos con los edificios abandonados de la ciudad».
El último inmueble institucional desalojado ha sido la sede de Hacienda de la Plaza de Madrid, pero ahí está también el ejemplo de la iglesia de la Plaza de España, un edificio que ocupa un lugar central en la ciudad pero que se ha ido degradando por falta de uso. Aunque admite que no se trata de una obra especialmente acertada, Gil cree que merecería la pena pensar qué se puede hacer con él. «Tiene una escala difícil de manejar y se encuentra en una ubicación desafortunada», admite, pero aún así, piensa que hay que buscar el modo de darle uso. «Tenemos que cuidar lo que hay, mantener lo que ya tenemos. Este es un momento para aparcar la actuaciones que buscan el brillo y la apariencia, para pensar la ciudad de otro modo distinto».
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La arquitecta pone como ejemplo lo que está ocurriendo con los huertos urbanos. «Son una utilización del suelo público muy interesante. Suponen una implicación de los individuos en un espacio en el que intervienen para su disfrute y subsistencia; un espacio que hacen suyo. Me encantaría que se cuidaran estas nuevas formas de entender y utilizar el espacio público».
En una línea similar, ensalza lo que está ocurriendo en torno al río Pisuerga, un espacio que ha pasado de ser un entorno salvaje a convertirse en un espacio de convivencia «emocionante y especial». Gil destaca que los ciudadanos han ido haciendo suyas las riberas de forma natural y espontánea. Unos las usan para correr, otros para merendar, otros para pescar y otros para jugar al fútbol. «Me parece muy hermoso que cada parte se utilice de un modo y con libertad. Me parece muy emocionante». Tanto que la arquitecta teme que una actuación integral sobre este entorno pudiera ser más perjudicial que beneficiosa. «No hay que obsesionarse con darle una identidad unitaria al río. Me daría mucha pena que una intervención grande y ambiciosa perturbara el uso espontáneo, y muy vivo, que los vecinos hacen de este espacio en estos momentos. Prefiero preservar eso».
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