Bajo la nube tóxica de Fukushima
Minamisoma, a 25 kilómetros de la central, es una ciudad fantasma tras la orden de evacuación por radiactividad
PABLO M. DÍEZ ENVIADO ESPECIAL
Domingo, 3 de abril 2011, 04:46
Por las desiertas calles del centro de Minamisoma, a 25 kilómetros de la siniestrada central nuclear de Fukushima 1, solo se oye el zumbido eléctrico de los postes de la luz. Tras el tsunami del aciago 11-M nipón, 50.000 de sus 70.000 vecinos se han marchado por la orden de evacuar un radio de 20 kilómetros alrededor de la planta atómica. Golpeada primero por la ola gigante, que dejó 28.000 muertos en la costa noreste de Japón, y rematada luego por las fugas de la central, Minamisoma vive bajo la nube radiactiva de Fukushima.
Su término municipal abarca desde la 'zona muerta' desalojada a 20 kilómetros de la planta hasta los 40 que, en teoría, son seguros. En medio, la franja de entre 20 y 30 kilómetros donde las autoridades han recomendado a la población encerrarse en casa o marcharse. Minamisoma es la incierta frontera en la lucha contra un enemigo silencioso que ni se ve ni se siente, pero que está ahí y, probablemente, se manifestará al cabo de los años en forma de tumores malignos y malformaciones genéticas: la radiactividad.
En el centro de salud, tomado por soldados, treinta médicos protegidos con trajes especiales ya han medido la radiación a más de 11.000 vecinos de Minamisoma. «Solo tres, que colaboraban en las labores para enfriar los reactores de la central nuclear, estaban contaminados y hubo que lavarlos a fondo con agua y jabón en abundancia, sin necesidad de hospitalizarlos», recuerda uno de los doctores, Kenji Sasahara.
Para quedarse más tranquila, acude a chequearse Nobuko Suenaga, de 39 años, que trae a su hijo de dos, Kazumasa. La acompañan su marido Kazumisha, de 35 años, y su suegra Aiko, de 64. Los cuatro fueron evacuados de su casa por la alarma nuclear y, desde hace tres semanas, viven cobijados en un refugio de Koriyama. «Ya pasamos la prueba cuando nos desalojaron, pero hemos vuelto a casa para recoger ropa y no queremos problemas al regresar al refugio», explica la mujer.
El miedo a la radiactividad ha estigmatizado a quienes vivían cerca de la central de Fukushima, que se ven obligados a pedir certificados de que están sanos incluso para recoger los cadáveres de sus familiares, fallecidos por el tsunami. «Mi padre, que tenía 88 años y llevaba diez meses ingresado por quemaduras en todo el cuerpo, estaba en el hospital de Minamisoma y murió durante el traslado de pacientes a Aizu», relata Eichi Ota, quien debe garantizar que no está contaminado para poder incinerar sus restos mortales.
Lo mismo le ocurre a Hironao Tsuji, un guarda de seguridad de 49 años que también debe acreditar su estado de salud antes de visitar a su esposa, su hijo y su nieto, evacuados en un refugio de Niigata, al oeste del país. «Esto no habría pasado si no tuviéramos centrales nucleares», se queja amargado después de que dos médicos le pasen la linterna del contador Geiger por todo el cuerpo y, especialmente, por el pelo, las uñas y los zapatos, donde más se acumulan las partículas radiactivas.
Ampliar el perímetro
Para garantizar la salud de las 130.000 personas que viven a entre 20 y 30 kilómetros en torno a la central, el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), los ecologistas de Greenpeace y la oposición nipona piden al Gobierno que amplíe el perímetro de seguridad hasta los 40 kilómetros. «Estamos en un limbo porque las respuestas del Ejecutivo son vagas y necesitamos saber si hay que evacuar o no», critica el secretario municipal de Minamisoma, Sadayasu Abe.
Aunque sus niveles son más bajos que en la ciudad de Fukushima, a 60 kilómetros de la central, la proximidad con los escapes tóxicos ha vaciado las calles de Minamisoma. Tres semanas después de las explosiones en los reactores que siguieron al tsunami, muchos vecinos están regresando a sus hogares, pero se encuentran una ciudad fantasma. Los pocos que se atreven a salir a la calle lo hacen siempre en coche y tapándose la cara con una mascarilla y la cabeza con un gorro o una capucha. Sus 22 escuelas siguen cerradas y solo han reabierto 37 tiendas.
El agua está racionada a una botella de dos litros por persona y, en pocas horas, se quedan vacías sus estanterías de bocadillos. «Ahora recibimos la mitad del suministro diario que antes porque la fábrica del proveedor está en Sendai y resultó afectada por el tsunami», señala uno de los dependientes, Naoti Sako. Empleado de noche en una licorería, revela que «poco a poco están volviendo a abrir los bares, porque los japoneses podemos vivir bajo la nube radiactiva, pero no sin alcohol». Y tampoco sin comida.
«Por lo general, a la hora del almuerzo tenemos unos 50 comensales diarios, pero hoy [por el viernes] solo han venido diez de nuestros clientes habituales», se lamenta Yoshitomo Yoshida, quien lleva 40 años regentando este local. A su lado, su esposa Michiko, de 67. La pareja, que ya venía sufriendo la dura competencia de las cadenas de comida rápida, se enfrenta ahora a otro duro rival de estos tiempos modernos: la radiactividad.
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