El bisnieto de Trotski
El pistolero de la Roja es un tipo casero y familiar que sigue fiel a la fabada y disfruta yendo de compras por Barcelona
PÍO GARCÍA
Domingo, 3 de abril 2011, 03:19
Quién le iba a decir a Trotski que le saldría un bisnieto futbolista. Quién le iba a decir a Trotski que un bisnieto suyo viviría en Barcelona, en un majestuoso ático de Pedralbes, que ganaría siete millones de euros al año, que se vestiría en las mejores tiendas de confección, que posaría como modelo de publicidad, que un día se convertiría en el mayor goleador en la historia de la selección española, que sería campeón del mundo. Y, sobre todo, quién le iba a decir a Trotski que, pese a todo lo anterior, su bisnieto David seguiría siendo un tipo casero, familiar y pacífico, un chico del pueblo que aún disfruta con la fabada de su madre, que cuida a los amigos de la infancia y que no olvida sus raíces asturianas.
Trotski se llamaba en realidad Vicente Martínez Amores y fue una leyenda en la cuenca del Nalón. Enjuto, comunista, picador de mina e indomable, pasó cinco años castigado en el protectorado español de Marruecos por negarse a hacer el servicio militar en 1917. Luego regresó a Tuilla y se casó con una moza del pueblo, Carolina, aunque sus vecinos comprobaron enseguida que los calores africanos no lo habían reblandecido: a sus primeros cuatro hijos los llamó Libertad, Lenin, Stalin y Trotski. Más tarde estalló la Guerra Civil, vencieron los franquistas y aquellos niños de épicos nombres bolcheviques tuvieron que pasar por la pila bautismal. La Iglesia católica los acogió en su seno, aunque oportunamente reconvertidos en Carmen, Vicente, Laudino y José María.
El indómito Trotski se murió en 1980, un año antes de que naciera David Villa Sánchez, nieto de su hija Carmen/Libertad. Un chaval que ahora vive en Barcelona y que el viernes 25 de marzo, en el estadio Los Cármenes, de Granada, se convirtió en el mayor goleador en la historia de la selección española, con 46 tantos en 73 partidos.
Las dudas de Zaida
Cuando el Barcelona cerró el fichaje de Villa, pocos días antes del Mundial de Sudáfrica, casi todo el mundo parecía exultante: el goleador, sus parientes, sus amigos, sus nuevos compañeros... Además de ingresar en la exquisita corte de Leo Messi, David cumplía un sueño de la infancia. De crío, su mayor ídolo había sido Luis Enrique y en las paredes de su cuarto colgaba un enorme póster de Guardiola.
Pero había una persona a quien esa mudanza no le hizo ninguna gracia. Zaida Villa, de 4 años, forofa valencianista, juzgaba inadmisible que su padre se cambiara de equipo por las buenas. Y los niños suelen ser mucho más difíciles de convencer que los periodistas: uno no les puede hablar de títulos o de dinero. Para colmo, Zaida debía abandonar su colegio, dejar a sus amiguitas y marcharse a vivir a otra ciudad. Menos mal que David y su mujer, Patricia González, encontraron dos inesperados aliados: las melenazas selváticas de Puyol, el futbolista favorito de su hija, y un perrito de peluche con un jersey del Barça, regalo de un aficionado azulgrana. La noticia de que su padre iba a jugar todas las semanas con Puyol y con Xavi, viejos amigos de la selección, tranquilizó a la pequeña, que además le cogió gusto a dormir abrazada al perrito culé.
Nueve meses después de su traslado y sofocado aquel conato de rebelión infantil, la familia Villa González se encuentra a gusto en Barcelona. David agradece especialmente una insólita costumbre de su entrenador, Pep Guardiola, que prefiere viajar el mismo día del partido y suprimir las concentraciones, lo que supone dejarle más horas libres para disfrutar de sus dos hijas, Zaida y la pequeña Olaya. «Está perfectamente adaptado a la ciudad», confirma su padre, José Manuel Villa. «Además, David es muy casero, muy familiar. Cuando vamos nosotros, sí salimos a dar más paseos por ahí..., pero a él le gusta pasar mucho tiempo en casa».
Salvo su devoción por la moda masculina y sus frecuentes excursiones por las tiendas de Barcelona (una costumbre que comenzó a cultivar cuando jugaba en el Zaragoza), casi todas las aficiones del ariete azulgrana se disfrutan en pantuflas: le apasionan las series de televisión (se enganchó a 'Perdidos' y a 'Prison Break') y el fútbol. Mucho fútbol. Fútbol a todas horas. «Cuando estamos en casa, hay que tragarse todo el fútbol del mundo», bromea su padre. En eso, como en tantas otras cosas, David no ha cambiado: «De crío, solo le gustaba el fútbol -recuerda José Manuel Villa-. Le compré una bici y ahí se quedó, nuevecita y muerta de risa».
La vocación balompédica del guaje estuvo a punto de irse al traste cuando tenía cuatro años. Una rotura de fémur lo condenó a varios meses de cama y escayola, con malas perspectivas. Los médicos vaticinaban incluso una futura cojera. Pero ni siquiera durante aquella larguísima y terrible convalecencia David pudo olvidarse del balón. Se apoyaba en una pared y chutaba con la pierna izquierda. El ariete de la Roja apenas recuerda ya aquellos momentos de zozobra, aunque al final, como reconoce José Manuel, «hubo suerte»: no solo pudo volver a andar sin problemas, sino que aquellos meses de penitencia le sirvieron para jugar mejor al fútbol. Aprendió a manejar su pierna zurda como si fuera la diestra.
«Le costó hacerse»
Villa no ha subido de dos en dos las escaleras del éxito. Cada peldaño le ha costado litros de sudor. A los nueve años, el Oviedo, club del que su padre era fervoroso aficionado, lo rechazó. Unos dicen que fue porque el ojeador de turno lo vio demasiado pequeñito; otros aseguran que pesó más la falta de autobuses entre Tuilla y la capital del Principado. En cualquier caso, el guaje no se amilanó. Apretó los dientes y se dispuso a dar un nuevo rodeo para llegar a la élite: fichó por el Langreo y a los 17 años entró, por fin, en la cantera del Sporting.
«Era una ruina física», confiesa Pepe Acebal, actual director de Mareo (la cantera gijonesa) y entonces entrenador del filial sportinguista. «Le faltaba resistencia y le costó mucho hacerse. Pero tenía una enorme disposición para el trabajo. Siempre estaba dispuesto para entrenar, para ayudar a los técnicos, para recoger las porterías o los balones..., para todo». Quizá ese rasgo de humildad explique su rápida adaptación al juego combinativo del Barcelona, con su altísima densidad de estrellas por metro cuadrado.
De aquellos años gijoneses data su apodo, hoy universal. Se lo colgó un compañero veterano, Chus Bravo, cuando lo vio llegar, pequeñito, despistado y flacucho. Un guaje, en la jerga minera, era el chavalín que llevaba agua o comida a los picadores que estaban en los pozos. David lo asumió con buen humor. «Siempre fue tímido -apunta Acebal-, pero sabía encajar muy bien las bromas».
Villa, un estudiante regularcillo, aprovechó su estancia en el Sporting B para matricularse en el módulo Frío y Calor de Formación Profesional. Si no hubiera triunfado en el fútbol, ahora quizá estaría instalando aparatos de aire acondicionado en Gijón. No se le daba mal. Pero David había nacido con un singular olfato depredador y eso le volvió una pieza codiciada: pasó al Sporting grande, luego al Zaragoza, más tarde al Valencia y ahora al Barcelona. Ya no se puede llegar más alto.
«Pues yo lo veo tal cual era», puntualiza Vicente Díaz, un minero de Tuilla de 29 años, amigo de la infancia, defensa central del equipo del pueblo y vigente heredero del venerable apodo Trotski. «David sigue siendo el mismo», zanja. «Aquí es uno más», confirma Carlos Sanmiguel, dueño de la cafetería Carly, sede de su peña en Tuilla. «Llega, se sienta, pide una coca-cola y se pone a leer los periódicos deportivos. Tranquilamente. Ese es el David del pueblo -resume-. Un chico normal y corriente».
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