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CONTRAPORTADA

En vía muerta

La crisis ha paralizado el proyecto de convertir la estación de Canfranc en un hotel de lujo. La que fue durante décadas la terminal ferroviaria más grande de España cumple cuarenta años de abandono sin perder su majestuosidad

PPLL

Lunes, 6 de diciembre 2010, 01:50

Puede que a más de uno le llame la atención que durante buena parte del siglo pasado la estación de tren más grande de España no estuviese en Madrid o Barcelona, sino en un remoto poblado incrustado en medio de los Pirineos. La apertura de una conexión por tren con Francia a través de la parte central de la cordillera, una empresa largamente acariciada por el regeneracionismo hispano, colocó a Canfranc en el mapa en la primera década del XX, cuando la pequeña localidad aragonesa se convirtió de la noche a la mañana en la capital ferroviaria del país.

La empresa movilizó una ingente cantidad de recursos. Se buscaba vertebrar un nuevo eje de comunicación con el país vecino capaz de competir con los pasos de Irún y Port Bou. La forma más directa de hacerlo era horadar el Pirineo por su parte central. Así surgió el túnel de Somport, una obra de ingeniería de dimensiones titánicas teniendo en cuenta las limitaciones tecnológicas de la época. Ahí es nada excavar ocho kilómetros de roca viva sin disponer de una simple perforadora. El paso empezó a construirse en 1904 y quedó listo en 1914. Pero la perforación del túnel fue apenas un aperitivo de lo que sin duda era el gran desafío técnico: levantar en el estrecho valle del río Aragón una estación de dimensiones prodigiosas llamada a erigirse en símbolo del proyecto.

Buena parte de los escombros arrancados de las entrañas de Somport se utilizaron en la construcción de una plataforma de doce metros de altura para acoger la terminal y su playa de vías. La agreste orografía del enclave obligó a acometer de forma simultánea una batería de soluciones técnicas que todavía hoy suscitan el asombro en las facultades de ingeniería. Hubo que repoblar con más de siete millones de árboles las laderas de los montes próximos para frenar los aludes que se producían en invierno. El río Aragón fue desviado por un cauce artificial y se levantaron acueductos, muros, diques y otras protecciones para evitar que las crecidas del deshielo amenazasen la integridad de la estación.

Fue inaugurada en 1928 en una solemne ceremonia presidida por el rey Alfonso XII y el presidente francés Pierre Gaston. El edificio no defraudó. Pese a sus colosales dimensiones -tiene 240 metros de largo, el equivalente a 2,5 estadios de fútbol- sus líneas de inspiración modernista le confieren un aura de ligereza y elegancia que atrae todas las miradas. Viéndolo cubierto de nieve y rodeado de los espectaculares riscos que lo adornan, podría pasar por el palacio de cualquier personaje salido de un cuento infantil de princesas y trineos.

En la estación había un hotel de lujo, un casino, la agencia de aduanas, una oficina del Banco de España, una cantina y una enfermería. Fue uno de los primeros edificios públicos levantados con una estructura de hormigón armado. Ocho años después de su inauguración, la línea ferroviaria entre Zaragoza y Pau quedó interrumpida por la Guerra Civil y la terminal empezó a ensayar el papel que le tocaría desempeñar tres décadas más tarde. Pero conviene no adelantarse, porque es justo después de la contienda española cuando la leyenda de Canfranc comienza a fraguarse.

Ruta de evasión

En 1940 se restablece la línea con Francia y Canfranc pasa a ser una de las rutas hacia la salvación para miles de judíos y refugiados que huyen del acoso de los nazis. Dos años más tarde, con la II Guerra Mundial en su apogeo, llegan a la localidad medio centenar de militares alemanes encargados de vigilar la aduana. Empieza así un trasiego de trenes cargados de oro que solo salió a la luz sesenta años más tarde gracias a la publicación del libro 'El oro de Canfranc', del periodista Ramón J. Campo. En la obra se desvela cómo los nazis utilizaron la frontera aragonesa para pasar los lingotes de oro con los que pagaban las materias primas que alimentaban su industria bélica. Canfranc fue también teatro de operaciones de los aliados, que introdujeron a través del paso pirenaico el primer radiotransmisor que usó la Resistencia francesa para comunicarse con Londres o los fondos que emplearon para sostener sus movimientos.

El fin de la contienda cerró el ciclo más novelesco y convulso de Canfranc. Es cierto que la comarca vivió aún unos años agitados por el temor de Franco a una invasión a través de los Pirineos, pero la amarga realidad de la posguerra impuso su rutina y a partir de 1949 la conexión ferroviaria recuperó su condición de simple vía para el transporte de mercancías. El tren entre Zaragoza y Oloron siguió llevando naranjas y maíz a través de su prodigioso trazado en una época marcada por la escasez y la falta de expectativas. En aquella etapa en blanco y negro, la estación de Canfranc solo volvió a brillar cuando en 1965 el cineasta David Lean la utilizó para el rodaje de varias escenas de 'Doctor Zhivago', una superproducción de la época.

Apenas cinco años más tarde, el descarrilamiento de una unidad dañó uno de los viaductos al otro lado de la frontera y Francia aprovechó la oportunidad para cancelar una línea que no le reportaba beneficio alguno. Las tímidas protestas aragonesas sirvieron de poco. El tren no volvió a atravesar el túnel de Somport y poco a poco la estación de Canfranc se empezó a poblar de sombras y de ausencias. En los cuarenta años transcurridos desde entonces, han sido muchas las tentativas de restablecer la comunicación ferroviaria, pero todas ellas han caído en saco roto. «Sabemos que tal y como están las cosas va a ser difícil que la línea funcione otra vez, pero no por ello vamos a dejar de apoyarla», dice con un deje de resignación el alcalde de Canfranc, Fernando Sánchez.

La estación aguantó con dignidad los años de abandono y se convirtió en punto de peregrinaje obligado para los coleccionistas de nostalgias. El polvo y las telarañas que adornaban sus hechuras palaciegas hicieron de ella un bocado exquisito para estetas de la decadencia. Protagonizó varios libros de fotografías y pasó a ser edificio protegido tras su declaración como bien de interés cultural. Pero lo que no había logrado el paso del tiempo, a punto ha estado de hacerlo la fiebre del ladrillo. Descartados los usos ferroviarios, las instituciones formaron un consorcio para transformar la terminal en un hotel de lujo. La idea, muy en la línea de la época, era financiar el proyecto con la venta de parte de las 20 hectáreas del complejo ferroviario para hacer viviendas.

Antes de que la operación se materializase, se realizó una controvertida adjudicación del proyecto de restauración. Aunque los tribunales declararon nulo el concurso, la obra continuó y se llevó por delante todos los elementos decorativos del interior del edificio (carpintería, mobiliario, escayola...). De poco sirvieron las protestas de la Asociación de Acción Pública para la Defensa del Patrimonio Aragonés, que calificó de despropósito el proyecto por las modificaciones que planteaba para maximizar su aprovechamiento hostelero. La crisis ha frenado en seco la operación. Ya no hay dinero para hacer un hotel, así que el Ayuntamiento, sin renunciar a su idea original, se plantea acondicionar un centro cultural. A la espera de que lleguen tiempos mejores, la estación conserva desde fuera su majestuosidad y sigue siendo uno de los iconos del paisaje pirenaico.

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