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CAPÍTULO VI

La Raba

ANTONIO SOLER

Viernes, 27 de agosto 2010, 03:08

Lo que yo había dicho que era mentira y en verdad había sido mentira hasta entonces de pronto fue verdad aunque la verdad viniera por otra mina y era un camino más torcido del que dijeron en el callejón de la Cantina y en el cocedero y en la puerta del Balito. Los que no sabían ni cuánto medían sus lenguas ni el lomo de su madre.

Porque una o dos semanas más tarde fue Machuca con su uniforme y sin disimulo a la puerta de la Textil y cuando salió la Raba y fue a pasar por delante de la patrulla mirando sin mirar, ya sin seguir el juego, la cacería o lo que fuera que ella había hecho con ese hombre, Machuca ya no miró de lado ni midió ni tragó aire ni movió las venas del cuello, sólo dijo, Tú, eh, tú, ven aquí. Y ella no fue pero se paró, se quedó quieta esperando que él se bajara del coche, se le acercara y le dijera lo que le dijo.

Las palabras serían las que fueran pero lo que él le dijo era que tenía detenido al Figura en los calabozos de la Aduana, un atraco a un banco con un herido grave, un guardia que estaba en coma y que se iba a quedar en coma o se iba a morir. La Raba aguantó bien el primer empellón y ni bajó la barbilla. Machuca le dijo si se quería meter en el coche y que allí le iba a seguir contando. Y ella le dijo que no, nada más que abriendo la boca como hacen los peces, de modo que el policía siguió. El Figura podía ser quien había disparado o no, eso iba a depender de cómo llevara él el interrogatorio, o a lo mejor ni siquiera había participado el Figura en el atraco, porque a él y al Ranea los habían cogido por la noche, uno en la Cisterna y el otro en su nido y todo estaba confundido y los dos lo negaban todo, sólo el Cancas, al que habían cogido en el mismo banco, era pieza segura. Y también iba a depender todo de cómo se le presentara la cosa al juez Bernardo Bermúdez, que además era amigo del policía. Machuca pensaba que había sido el Cancas el que había disparado. La pistola era suya, eso estaba descontado. Pero el Cancas podía declarar que la pistola la llevaba en ese momento el Figura. Y el Ranea, por una rebaja, por una consideración, podía decir lo que Machuca quisiera que dijese, que la pistola la llevaba el Figura o que el Figura ni estaba allí, ya se sabía que el Ranea era plastilina.

O sea que ya estás viendo que la suerte del Figura está cerca de mi mano, Raba, le dijo el policía y ella tuvo la debilidad de ponerse a buscar en el bolso un cigarro, escarbando en las cosas con sus dedos anchos y con las uñas mal pintadas, rebuscando alocadas, nerviosas las uñas, los dedos como animales escapando por aquella madriguera sin salida. O sea que su suerte está en tu mano, en lo que tú quieras, Raba, le dijo él y se le acercó un cuarto de paso, ¿Qué me dices? Y ella con el cigarro ya en la mano ensayó una sonrisa pero se le quedó en un garabato, delante de los ojos de él, verdes de charca. ¿Qué hacemos? Le preguntó el policía.

Eran los días de sol. Plano, blanco, metálico, fijo. Dándome en la nuca o en los costados de la cabeza. Al sacar las basuras de la Cantina en el callejón hervían los desperdicios. Y parecía que los desperdicios estaban dentro de mí. Así tendrían que pintar la puerta del infierno. Vieron a Machuca subir la escalera de la Raba, entrada la noche. Sus zapatos con suela de material nuevo arañaban y hacían crujir los granos de arena en los escalones. Y yo vi los postigos cerrados y una cuerda de oro brillando en la rendija que había en la ventana del dormitorio de ella y sabía lo que había detrás de las paredes, lo que escondía ese muro gris y verde con los fantasmas de la ropa colgada, piernas, troncos, brazos, y los balcones vencidos flotando allí por milagro, lo que allí detrás de la cal y los ladrillos estaba pasando, los ojos de la Raba, su olor y la boca con los dientes pequeños, el otro haciendo un gesto, la enagua brillando y derramándose como agua por el cuerpo grande, las columnas, las piernas, los zapatos anegados de esa riada de seda falsa y la braga grande negra que yo veía como una máscara en el tendedero y las tiras y los látigos y los broches del sostén, rellenos con su olor, él acercándose, los zapatos aplastando y lijándolo todo, los dedos en su cuerpo, descubriendo su calor, el roce de una carne nueva y su sabor, la nube del pelo de ella volando y luego cayendo doblándose como un animal acorralado en la mano de él y partiéndose y derramándose al caer en la almohada y borrándose allí como se borraba el mundo entero y se borraba la Raba y salía otra, una mujer que era todas las mujeres como el dibujo del hombre sin cara que había en el colegio, el hombre dibujado por dentro, era todos los hombres del mundo, y aquella pared que había frente a mí era mi cárcel y la cárcel de todos o era lo que yo pensaba.

Yo sacaba los desperdicios. Yo sacaba trozos de animales, pellejos, picos, raspas, agallas y ojos. Yo sacaba lo que nadie quería, cáscaras, hojas mustias, mondas, rabos, y lo dejaba en aquel callejón para que se lo llevaran otros. Y unas veces me perseguía el sol y otras era nada más que el eco de mis pies y el movimiento aplastado de mi sombra mirándome como yo miraba las paredes para saber lo que había detrás de ellas.

Machuca estuvo entrando en la plaza con el coche, miraba a la ventana de la Raba al bajarse, se chupaba los dientes dentro de la boca, se los repasaba con la lengua yendo al bar del Balito y se sentaba allí a esperar que ella pasara para verla camino del autobús de la Textil, con sus zapatos, con su firmeza, con su pintura y sus ojos, pero derrumbada por dentro. Se le había caído de la pared la fuerza a la Raba.

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