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LAS COSAS COMO SON

Vivir y morir en español

«El diccionario no lo consultábamos nunca, igual que no leíamos la Biblia»

ESPERANZA ORTEGA blogs.nortecastilla.es

Miércoles, 23 de junio 2010, 03:01

Cuando yo era niña pensaba que el español era la lengua más fácil del mundo, sobre todo para los que éramos de Palencia, que la hablábamos de maravilla sin tenerla que estudiar, porque habíamos nacido con ella aprendida. Algo parecido debía de sentir Dámaso Alonso, a tenor de cómo empieza uno de sus sonetos: «Desde el caos inicial una mañana / desperté. Los colores rebullían./ Mis tiernos monstruos ruidos me decían: / mamá, tatá, guauguau, Carlitos, Ana…» Mi madre conocía el nombre de todas las cosas. Fue ella quien me enseñó a decir «arambol», una palabra que los que no eran de Palencia llamaban «pasamanos» porque no sabían hablar tan bien como nosotros. Pero cuando un término se nos resistía había que llamar a mi padre, que era el que sabía el significado de las palabras que solo aparecían en los libros, como superfluo, consuetudinario, idiosincrasia o reluctante. El diccionario no lo consultábamos nunca, igual que no leíamos la Biblia. La Biblia la leían los protestantes y el diccionario lo consultarían los extranjeros. En mi casa no había entrado nunca ni un protestante ni un extranjero, así que estos libros no los necesitábamos para nada. Incluso después de la muerte de mi padre, sabíamos distinguir las cosas por sus nombres. No nos pasaba lo que a los argentinos, que confundían los carros con los coches y las calles con las cuadras. Crecí en tamaño y en lecturas, y un día me percaté de que algunos, como Cervantes, sabían escribir bien en español aunque no hubieran tenido la suerte de nacer en Palencia. Y tras leer a Cortázar comencé a llamar yo misma carros a los coches y cuadras a las calles, y pibes a los niños y vieja a mi madre, que me escuchaba entre escandalizada y divertida. Pero fue cuando tuve la oportunidad de visitar Buenos Aires cuando entendí por qué D. Alonso llama hermanos a aquellos que hablan su lengua más allá del océano: «Yo digo amor, yo digo madre mía / y atravesando mares, sierras, llanos / -oh gozo- con sonidos castellanos, /os llega un dulce efluvio de poesía». El domingo se celebró el Día del Español y hubo fiesta en todos los Institutos Cervantes. Para los que hablamos español desde la cuna celebrar esa fiesta sería como celebrar la fiesta del aire. No sabemos lo que vale los que no hemos necesitado nunca una bombona de oxígeno para respirar. Los exiliados y emigrantes, que no tienen el abrigo de la lengua materna, sí conocen la sensación de intemperie lingüística. Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, cuando vivía en los EE UU, anotaba en una de sus agendas: «Con mi mujer hablo siempre español, claro está, pero ya nos corregimos uno a otro, y hasta consultamos el diccionario». Y en otro momento rememoraba con nostalgia «la lengua del agua de España, del viento de España, de la luz de España, de la sangre, de la muerte de España». Porque hasta la muerte, cuando llame a nuestra puerta, quisiéramos que nos hablara en español, como le habló al padre de Jorge Manrique «diciendo: buen caballero/ no se os haga tan amarga…» Así lo hizo D. Alonso en estos versos en los que acaba imaginando su última hora y con los que termino yo mi columna: «Crear, hablar, pensar, todo es un mismo / mundo anhelado, en el que, una a una, / fluctúan las palabras, como olas. /Cae la tarde, y vislumbro ya el abismo. /Adiós, mundo, palabras de mi cuna: / adiós, mis dulces voces españolas.»

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