
FERMÍN HERRERO
Sábado, 8 de mayo 2010, 02:47
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Ya dije aquí hace algún tiempo que a estas alturas la obra de José Jiménez Lozano, tan extensa como intensa, desborda cualquier elogio literario con el que se la quiera calificar, por mayúsculo que sea. Que lo que pudiera parecer hipérbole no es sino una evidencia palmaria para todo aquel que conozca el conjunto de sus escritos. Sin embargo, por desgracia, este conocimiento no es muy común entre los críticos y compañeros de letras.
Y seguramente no es muy común debido sobre todo a varios sambenitos -en este sentido su novela sobre Olavide es una especie de 'profecía'- que se le han ido colgando, endosando más bien, al autor. Me detendré simplemente en desmentir uno de ellos, desde luego no de los más perniciosos e inexactos: la reducción de su literatura a la quintaesencia o epítome de lo castellano. Y si bien pocos libros han ahondado tanto en el espíritu de esta tierra como la 'Guía espiritual' o 'Los ojos del icono', nunca ha sido J.Lozano castellanista: «¿Vamos a desvelar el ser en los pinares de Covaleda?» se preguntaba en 'La luz de una candela'. Y añadía: «de momento podemos reírnos, pero lo que es pura necedad, la cultura castellana y las otras culturas con denominación de origen igualmente, mañana podría ser el horror».
Nada más lejos del localismo que su poliédrica obra. Ciñéndonos a su vertiente épica y lírica, sin apurar las posibles aperturas de horizontes de sus diarios o ensayos, citaré sólo tres ángulos muy diversos para acercarse a ella: ¿Quién ha trasladado a nuestras letras lo bíblico y lo hebreo como él? ¿O el acento narrativo, presente en tantos de sus relatos, de esas extrañas damas sureñas Willa Cather, Carson McCullers, Eudora Welty o Flannery O'Connor? ¿O la atmósfera nórdica de un Bergman, o del Dreyer de 'Dies irae' u 'Ordet' -recordemos simplemente el pastor de 'El grano de maíz rojo'- o de un Hálldor Laxness - qué amor el de J.Lozano a las iglesitas de Islandia, a cuyo idioma, por cierto, se han traducido alguno de sus cuentos- o un Gunnar Gunnarsson? Eso sin contar la gravidez de los pensamientos de Kierkegaard, entre los brezales de Jutlandia, la inmediatez indirecta de las parábolas de Johannes de Silentio que se cierne a menudo sobre sus palabras.
Aparte de la conocida familiaridad con novelistas japoneses como Ooka, Osamu Dazai, Inonué, Tanizaki, Kawabata -cuya finura y encanto se contraponía ya en 'Segundo abecedario' a la moda del machismo nihilista de Mishima- y, sobre todo, Suzaku Endo y su «manejo de la cuchilla» al asomarse a los abismos del corazón, su poesía, editada tarde y a regañadientes, sin parentesco alguno con las poéticas españolas del s. XX, ha ido progresivamente adelgazándose, aligerándose de materia narrativa, histórica e incluso reflexiva, a tal extremo que su honda levedad la ha aproximado a la estética del jaiku. Como un haijin, en sus últimos poemarios, Jiménez Lozano capta en lo singular lo sustantivo, lejos de la imitación epidérmica, con frecuencia sólo métrica, de tanto cultivador de esta estrofa japonesa como ha proliferado en los últimos años. Ya en 'En busca de lo absoluto' alertaba Arthur Koestler de que «en 1956 la revista Haiku Research consideraba que al menos cuatro millones de poetas practicaban este arte». Así que cualquiera sabe cuál será ahora su número, en estos tiempos de Internet.
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De todos es conocida la famosa fijación del jaiku del maestro Matsuo Basho: «el jaiku es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento», o también «intuición pura del aquí y ahora». Lo que cuadra a la perfección con esos poemas de 'Elegías menores' o 'Elogios y celebraciones' que parece que el escribidor de Langa se ha encontrado tal cual, de pronto, como si se le hubiesen aparecido. Afirma también el autor de 'Camino hacia la senda de Oku' que «los versos de algunos poetas están excesivamente elaborados y pierden la naturalidad que procede del corazón. Lo que viene del corazón es bueno, la retórica es innecesaria», reflexión en consonancia con lo que venimos diciendo de la poesía de Jiménez Lozano, y aun de toda su obra y su concepto de lo «simple natural» pascaliano.
De lo dicho no debe colegirse la consideración del jaiku -y en consecuencia de los poemas del premio Cervantes- como una instantánea sin más. Erraríamos. Tiene algo de fotografía, sí, pero que no se queda en la mera superficie sino que depende, para su validez, de lo sentido e intuido, del misterio que no se nombra; una fotografía, en el fondo, espiritual, a falta de mejor adjetivo. Otros aspectos de no menor importancia relacionados con este género lírico japonés y apreciables en la poesía de Jiménez Lozano serían la constante presencia, imperativa, de la naturaleza; la ausencia de un 'yo' que estorbaría e impediría la visión intuitiva, y modesta, de la realidad; el trasfondo religioso; la inmediatez del instante para reflejar sensaciones desnudas a partir de imágenes concretas; la ausencia, pese a la brevedad de los textos, de sentido sentencioso; la unidad de la percepción mediante la sugerencia; la omisión de cualquier forma de intelectualismo o de pensamiento abstracto
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Hasta las variantes del sepukku o la ceremonia del té aparecen en sus escritos; o, como curiosidad, ahí está la colonia de nipones no aptos de 'Las sandalias de plata'. Tampoco le es ajena la noción de jardín japonés que, como su poesía, persigue lo máximo en lo mínimo. Además de un artículo sobre este arte de jardinería que publicó el Principado de Mónaco en una hermosa edición, véase, por caso, el poema 'Jardín de arena' de 'Pájaros' o este de 'Elegías menores': «Tras la lluvia,/en el jardín de arena,/un guijarro negro relucía/como el ojo del mundo./Y quizás lo era». E incluso la imagen de los campos arados de 'Advenimientos', en la que estos muestran «el aspecto de un impresionante jardín de arena japonés, incluidas a veces las piedras que en esos jardines representan islas».
En 'Los cuadernos de la letra pequeña' se recoge el poema de despedida que un ministro del Mikado dedicó al manzano florido de su jardín el día que tuvo que exiliarse. Y cómo el manzano, más tarde, se desarraigó y se fue con él. Comenta al respecto J. Lozano: «Naturalmente: un milagro así es la única piedra de toque de un poema o una narración». Nada más apropiado para enjuiciar los versos, esa mirada en parte japonesa, absolutamente original en la poesía española, de nuestro vecino de Alcazarén.
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