LUIS MARIGÓMEZ
Sábado, 20 de febrero 2010, 02:08
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«Para mí la poesía es detención, separación, vivisección. Una acción de aislamiento que bien puede haber sido propiciada por el caos, por alguna explosión. Un modo de conocimiento que se acerca a mi idea de verdad o de 'lo real'. Una tierra de palabras en la que escarbo para encontrar lo que busco, recorrido por laberintos donde siempre tengo que encontrar algo, una manera de decir algo que sería imposible decir de otra manera».
Estas palabras de Eli Tolaretxipi dan cuenta, por un lado, de una pretensión 'científica': detención, separación, vivisección; por otro, de un modo de narrar un momento señalado: «el caos alguna explosión». Sus propósitos se relacionan con lo filosófico: «un modo de conocimiento». Investiga en la tierra, bajo ella, recorre laberintos, se pierde. Encuentra «un modo de decir algo que sería imposible decir de otra manera»: exactitud, perfección. Escribe poesía con todos los riesgos que la palabra implica.
Ha publicado los poemarios: Amor muerto, naturaleza muerta (1999) y Los lazos del número (2003) antes de El especulador (Trea, 2009). Ha traducido al español poemas de Sylvia Plath, de Adrienne Rich, de Patti Smith; los libros Norte y Sur de Elizabeth Bishop; El Ángel de la celda de Menna Elfyn y Cartas de amor heredadas de Lydia Flem, entre otros. Reconoce además influencias de Emily Dickinson, René Char, Henri Michaux, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Marguerite Duras. Quizá se pueda añadir también a Gottfried Benn. Entre los poetas más cercanos, hay que nombrar a Olvido García Valdés y Miguel Casado; con unos versos de este último abre el poemario.
'El especulador' da la voz a un sujeto que corporeiza varios conceptos en el término que lo define. Especular es preguntarse; viene de espejo, podría ser mirarse a uno mismo a través de ese objeto; es también querer cambiar el valor de las cosas. Se describen pormenores de esa figura (no llega a personaje), siempre en tercera persona: «Piensa en palabras esenciales como pulmón o trapo. / Revuelve los papeles entre sus dedos largos, / algo amarillentos ya. / Mira como si acabara de nacer». Hay una investigación a lo largo del texto sobre el cuerpo, interior y externo. El respirar comunica los dos mundos. Afuera hay aire y miedo; dentro, carne caliente, huecos. «Para que se vaya haciendo como una carne tártara / he metido la mano en el costado del caballo, / la mano que se dobló cuando el derrumbe». Como en sus otros libros, no se distingue entre sueños, ensoñaciones y 'realidad'; todas las percepciones están al mismo nivel. El espacio es el cotidiano de la casa, la calle, la ciudad. Hay hilos que unen unos poemas con otros y se teje así una red que atrapa al lector en un mundo con una luz extraña, a menudo doliente. Los poemas transmiten una fuerza peculiar, llena de fragilidades, rotunda. La escritura deviene cuerpo; expresa su malestar, sus emociones. Los distintos elementos que aparecen, manos, plantas, elementos de una vivienda (pasillo, armario, balcón, escalera ), gato, hospital, sangre, etc. se confunden entre sí y vienen a ser extensiones de esa carne viva, apertura del poema, figuras de su forma. Tolaretxipi logra una intensidad que penetra en el lector y lo confunde, lo llena de preguntas.
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Dos poemas en el libro se llaman poética. El segundo lo encabeza una cita de Roland Barthes: «Uno escribe con su deseo y yo no dejo de desear». En él apenas hay sintaxis. Los últimos poemas son casi esqueletos, llenos de emociones, de ausencias que el lector puede rellenar por su cuenta. La poeta piensa en lo que escribe y lo cuenta en su escritura, sólida como una talla de la que ha desaparecido todo lo que pudiera estorbar. «El cielo / blando / hueco / promete un vacío insoportable / como un deseo inventado».
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