![Vida tras la tumba](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/201911/01/media/cortadas/cementerio-k0lC-U90557097809sqB-984x608@El%20Norte.jpg)
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isabel ibáñez
Viernes, 1 de noviembre 2019, 12:12
Recorrer el Cementerio del Bosque, fundado en 1915 en Estocolmo, es una experiencia luminosa. Abierto las 24 horas, sus sencillas y blancas 100.000 tumbas adaptadas al terreno del bosque, sobresaliendo en la recortada hierba, aportan una sensación de paz y tranquilidad, más de pasear por un parque que entre enterramientos. Patrimonio de la Humanidad, es una excepción en los camposantos proyectados en Europa a caballo entre el siglo XIXy el XX, especialmente los católicos, cuando el crecimiento demográfico hizo necesario comer más y más espacio para sepultar a los caídos.
En la mayoría de ellos, grandes esculturas 'in memoriam' de los seres queridos fueron instaladas en tumbas y panteones de las familias más pudientes, y muchas de ellas ofrecen una visión poco tranquilizadora para los espíritus sugestionables, especialmente al caer la noche. Dense una vuelta por el Cementerio Monumental de Staglieno, en Génova, y traten de no dar un respingo al descubrir la tumba de Italino Iacomelli, fallecido a los 5 años en 1925. La coronan unas manos oscuras emergiendo de la tierra para atrapar por detrás a un crío que juega despreocupado con un aro. Difícil de comprender la elección de un motivo tan sobrecogedor para recordar a un niño, aunque fuera asesinado: golpeó sin querer con su juguete las piernas de un hombre que, airado, cogió a Italino y lo arrojó desde lo alto de una pared de quince metros. Pero quién puede alcanzar a entender la aflicción de unos padres desolados...
Como el dolor del fabricante de textiles catalán Josep Llaudet y Soler, que perdió en 1930 a un hijo adolescente al que enterró bajo una lápida donde solo aparecen los apellidos, pero que destaca entre todas las del camposanto barcelonés de Poblenou por una bellísima e inquietante escultura, la que ilustra esta página. Llamada 'El beso de la muerte', es la obra de arte que el devastado padre encargó al taller del escultor Jaume Barba. Grabados en la base de piedra se leen unos versos en catalán del poeta Jacinto Verdaguer que, traducidos, dicen: «Mas su joven corazón no puede más; / en sus venas la sangre se detiene y se hiela / y el ánimo perdido con la fe se abraza / sintiéndose caer al beso de la muerte». Solo las sombras que proyecta cuando empieza a declinar el sol son suficientes para impresionar a las almas más escépticas.
Por un trozo de tela azul
Son las vidas que las tumbas homenajean y susurran al que las quiera escuchar. Algunos se encargan de recopilarlas, como en la iniciativa lanzada por la Asociación de Cementerios Significativos Europeos, que recoge en su web algunas de las historias más sorprendentes detrás de las lápidas y mausoleos de los camposantos. Ahí está la de Rosa Bathurst, una joven de la nobleza inglesa de 16 años que cabalgaba por la orilla del río Tíber, en Roma, cuando su caballo resbaló y cayó al agua. Dicen que la vieron con su vestido azul luchando contra la corriente, hasta que desapareció. Uno de los jóvenes que la acompañaba en aquella tragedia, obsesionado, regresó seis meses después al lugar del accidente para divisar de pronto un diminito trozo de tela azul que asomaba entre el limo, en la otra orilla.
Al escarbar, encontró a Rosa, que, gracias a la acción protectora de la arcilla, estaba igual que el día de su muerte. Una gran tumba en el cementerio no católico de Roma la recuerda con un grabado donde se la ve emergiendo del río y siendo recibida por un ángel. La llaman la Bella Durmiente del Tíber. En el mismo camposanto protestante reposa el poeta Percy Shelley –que también pereció ahogado durante una tormenta en aguas italianas–, muy cerca del sepulcro de su colega y amigo John Keats. Su epitafio dice: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua».
Dramas aparte, hay un gran mausoleo de estilo egipcio en Brompton (Londres) que algunos señalan como «una máquina del tiempo completamente funcional», según la web de la citada asociación. Se trata de una leyenda que circula en torno a la tumba de Hannah Courtoy, fallecida en 1849 y enterrada junto a dos de sus tres hijas. Era una mujer rica aficionada a la iconografía egipcia que encargó este mausoleo a dos amigos suyos: el inventor Samuel Alfred Warner y el egiptólogo Joseph Bonomi. «Supuestamente, los dos hombres convencieron a Hannah para que financiara su proyecto secreto: diseñar y construir un mausoleo que en realidad sería una máquina del tiempo. Al colocar su dispositivo en un cementerio, se aseguraron de que nadie interferiría con su viaje a través del tiempo, ya que los cementerios rara vez cambian», explica la web.
El caso es que lo terminaron cinco años después de la muerte de la mujer.Al poco, Warner falleció «en circunstancias sospechosas». Se manejan tres insólitas teorías: bien murió por algo que descubrió al crear la máquina del tiempo, bien lo mató Bonomi para guardar el secreto de lo que habían construido, o simplemente viajó a otro momento, al pasado o al futuro. Y ya no volvió. Pero lo que hace que los visitantes ávidos de historias raras o simplemente curiosos se acerquen a esta tumba son los «extraños motivos de ruedas en la parte inferior de la puerta del mausoleo y un gran agujero circular en la parte superior, con ocho agujeros pequeños que lo rodean. Algunos dicen que un reloj, acaso un dial, estaba en ese lugar. Además, la llave del mausoleo desapareció, por lo que nadie ha visto lo que hay dentro en los últimos 150 años. ¿Máquina del tiempo, dispositivo de teletransportación?», se preguntan los amantes del misterio y la fantasía.
40 cruces sumergidas
No hay ciencia ficción tras el enterramiento del escritor simbolista belga George Rodenbach (1855-1898) en el famoso cementerio parisiense de Père Lachaise, donde reposan Jim Morrison, Oscar Wilde, Édith Piaf... Aunque la escultura que lo muestra destapando desde dentro su propia tumba parece más una escena de zombies que una obra de arte sobre la resurrección de los cuerpos, pues el resultado es de lo más siniestro .El mismo motivo, aunque menos sobrecogedor, decora la tumba de Julio Verne, fallecido por su diabetes en 1905 y al que puede verse rompiendo la losa y elevando la mano hacia el cielo en el camposanto de La Madeleine.
Caminar entre las tumbas puede ser un buen plan para una mañana soleada, aunque no resulta fácil si lo que se quiere es visitar Las Cruces de Malpique, frente a la costa de Fuencaliente, en la isla canaria de La Palma, porque se trata de un cementerio submarino a veinte metros de profundidad. En 1999 fueron hundidas 40 cruces de piedra que asaltan fantasmagóricas a los buceadores. Son el homenaje a otros tantos jesuitas españoles y portugueses asesinados el 15 de julio de 1570 por el corsario francés Jacques Souri, que capitaneaba el navío de guerra 'Le Prince'. Tras asaltar el buque en el que viajaban los religiosos, los lanzaron por la borda y esperaron a que se hundieran. Les llaman los Mártires de Tazacorte.
Es habitual que cuando la muerte ha sido trágica, la tumba se convierta en un reflejo de aquello que pasó... Como la de August Kelnaric, enterrado en 1935 en el cementerio esloveno de Pobrezje, en Maribor... Tenía solo 27 años y se dedicaba a cavar pozos..., «una profesión peligrosa en general, pero es que, además, el terreno que cavaba era especialmente inseguro», relatan en la web de la asociación. Al parecer, eran las seis de la mañana cuando el desdichado cayó dentro y quedó clavado en el suelo, a ocho metros de profundidad, enterrado en una mezcla de cemento y grava hasta el cuello. Sus gritos lograron que finalmente llegara la ayuda, pero solo para empezar su calvario.
«¡Sálvenme o mátenme!»
Los curiosos y la prensa de la época siguieron durante tres días y tres noches los intentos desesperados e infructuosos por ayudar a aquel desgraciado, al que en un momento metieron su cabeza en una caja de madera para protegerlo de la tierra que caía sobre él. Sacaron a varios presos de la cárcel para que cavaran un pozo adyacente con el objetivo de llegar hasta su nivel, pero, una y otra vez, cuando estaban a punto de sacarle, volvía a ser sepultado. Además, tenía una pierna atrapada en el molde de madera que usaba para echar el cemento, con lo que, una vez que empezaron a tirar de él, sus gritos de dolor acabaron por hacerles abandonar esa idea.
«Espera, Gusti –le suplicaba un amigo suyo que intentaba darle ánimos–, si has sufrido tanto, aguanta un poco más, ya te salvaremos». «¡Bien por ustedes, amigos, sálvenme o mátenme, porque ya no soportaré este sufrimiento!», respondió él. Finalmente, expiró. Tardaron dos días más en recuperar el cadáver. Tras la desgracia, hubo muchas críticas a la forma en la que se condujo el rescate, y por eso sus amigos grabaron en su tumba un 'Yo acuso' bajo la escultura que muestra a un hombre cuya mitad inferior parece atrapada en un bloque de piedra. En su mano, una pala de cavar. Y, ante él, el maldito pozo.
Del mismo modo se exigió encontrar a un culpable de la muerte de las 120 personas devoradas por el fuego en el pavoroso incendio desatado en 1888 en el desaparecido Teatro Baquet, en Oporto (Portugal). Las llamas se iniciaron en el escenario y pronto se extendieron por todo el recinto. La falta de medidas de seguridad y el retraso de los bomberos agravaron, supuestamente, el resultado del accidente. Testigo mudo de aquella tragedia queda en el cementerio de Agramonte un gran monumento conmemorativo:«El mausoleo incluye piezas de hierro del teatro destruido, todas retorcidas y fundidas por el fuego, y una corona del mismo material que simboliza la muerte de las víctimas».
El muerto más deseado
No es tanto tristeza como extrañeza lo que uno experimenta al encontrarse en el lugar donde reposan los restos del músico y actor Fernand Arbelot (1880-1942), otra vez en el cementerio parisino de Père Lachaise... Un hombre yaciente sujeta entre sus manos una cabeza y ambos rostros se miran por toda la eternidad. Al parecer, fue deseo de Arbelot descansar mirando para siempre la cara de su esposa, y eso es lo que el autor de esta tumba pretendió, pero... No es descabellado preguntarse si es esto lo que Arbelot andaba buscando exactamente... Una extraña mueca se dibuja en el rostro de la cabeza sin cuerpo, y más que un amoroso homenaje de un marido a su esposa parece una terrible condena, una tortura tener que contemplar esos ojos sin posibilidad de escape. Tan solo el epitafio grabado allí pone cierta nota de belleza en el conjunto: «Se asombraron del hermoso viaje que los llevó al final de la vida». En fin, ni por esas deja de ser inquietante.
En el mismo camposanto es posible comprobar, sin embargo, cómo la visión de una estatua que representa la muerte en toda su dimensión no espanta ni sobrecoge, sino todo lo contrario. Que se lo digan si no al desdichado –¿o quizás no tanto?– Victor Noir, periodista del diario parisino 'La Marseillaise' en el siglo XIX y fallecido en 1870 en un duelo. En su tumba, el escultor colocó una estatua de tamaño natural que le representa tumbado boca arriba, muerto por los disparos, pero le dio por añadir un detalle curioso, una aparatosa erección que destaca en su entrepierna. Las mujeres deseosas de ser madres comenzaron a acudir a su enterramiento para frotarse contra esta parte, además de besar sus labios, zonas ambas visiblemente desgastadas. Tal fue el furor de las jóvenes ansiosas de invocar así la fertilidad, que el Ayuntamiento de París decidió poner en 2004 un vallado a la tumba, aunque al poco tiempo se abrió de nuevo para todos los públicos. Quién sabe lo que pensaría hoy Victor Noir si levantara la cabeza...
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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