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Tomás Ondarra
Tinta verde

Tinta verde

Era relajante ver brotar la filigrana en la piel blanca, mucho más que en el papel

M. J. Pascual

Valladolid

Sábado, 31 de julio 2021, 12:21

Estaba como una Ofelia, flotando en el agua verde de la dársena de La Maruquesa. Se la encontraron unos madrileños que paseaban por los coquetos gallineros de la Confederación tras degustar unos pinchos de lechazo. Terminaron por vomitar entre los juncos cuando se dieron cuenta de que esa especie de balsa florida que discurría por el canal en su dirección no era publicidad de los gastrobares más 'cool' del lado izquierdo, sino una muerta de verdad. Muy guapa, pero muy muerta.

Cuando él llegó, el cuerpo ya estaba en la orilla y le habían colocado una gabardina para ocultar su rostro de las miradas indiscretas. Antes de que la Policía Municipal acordonara la diversión, los parroquianos de las terrazas habían aprovechado para bajarse la mascarilla, poner morritos e inmortalizarse en Instagram.

–Hay que ser pelele y un poquito psicópata para sacar aquí el palo de selfie –masculló el inspector–.

«Hay que ser pelele y un poquito psicópata para sacar aquí el palo de selfie»

No necesitó levantar la prenda para saber quién era. El largo y ondulado mechón rojo que se había escapado de la improvisada mortaja y las sandalias de baile que asomaban como si fueran a ejecutar el último giro, tenían dueña. Solo de imaginarla en la pista (un dos tres, cinco seis siete), feliz entre sus brazos, le llegó la náusea. El tatuaje verde que lucía en el hombro no había perdido sensualidad. Por el contrario, brillaba en su mente como el neón de El Gato Negro, allá en el lejanísimo Malecón.

Era la segunda chica en tres días. Una más y sería asesinato en serie. Aunque él siempre les decía a sus alumnos de Criminología que en España, lo que se dice crímenes seriales, como en Estados Unidos, eran una rareza, si es que se podía hablar de asesinos en serie. «En España no estamos tan trastornados y aquí, como en Italia, y cito de rodillas al maestro Camilleri, somos más sencillos: se asesina por hambre y por amor que, al fin y al cabo, no es más que hambre».

Con la primera chica se toparon unos 'scouts' en la Fuente del Sol. Estaban jugando al rastreo de pistas cerca del mirador cuando uno de los grupos de niños que iba más adelantado divisó un florido montículo, como una cruz de mayo, que les llamó la atención en el Paseo de los Almendros, debajo de uno de los árboles recién plantados. Alguien había colgado dos chupetes en una de las ramas. Los pequeños avisaron a voz en cuello a sus monitores y se pusieron a investigar, excitados.

– Pero qué daño ha hecho Geronimo Stilton, peor que 'CSI' en nuestra generación. Todos quieren ser detectives –cuchicheaban los policías mientras tiraban de la cinta para acotar la zona–.

En realidad, en el túmulo había más flores que tierra, como en las pinceladas de Monet, y no hubo que excavar prácticamente nada para llegar hasta ella. El pelo rojo, recogido en un sensual moño italiano, dejaba al descubierto un tatuaje de tinta verde justo en la yugular. Era relajante ver brotar la filigrana en la piel blanca, mucho más que en el papel. Sin duda.

«Qué buen sitio para morir», pensó el inspector cuando llegó a Urueña. La tercera chica estaba tumbada en el suelo, a los pies de la abigarrada estantería, de medio lado y con aspecto del que se queda dormido en medio de la lectura. Su pelo rojo descansaba sobre la página 29 de 'El largo adiós'. Ya le cayó bien solo por eso. Y porque tenía un tatuaje verde, simulando una pulsera en el tobillo izquierdo, que rápidamente le trajo a la mente aquella esclava que brillaba en el tobillo izquierdo de la Stanwick cuando bajaba por las escaleras de la mejor perdición del cine. La Villa de los Libros. Qué buen sitio para morir para una amante de las palabras. Aunque ella no se murió sola, la asesinaron.

Tanto las quería, que tuvo que hacerlo. Porque podía y porque eran suyas, porque todas eran la chica que, imitando a Jessica Rabbit, se le enfrentaba con voz profunda, enarcando la ceja: «Yo no tengo la culpa, tú me has hecho así». Ellas no tenían la culpa, solo que se me habían ido de las manos. No podía ser que terminaran por apoderarse de la historia, de mi vida entera. A Mary Shelley su prometeo le envenenó la existencia. Así que había que hacerlo ya, sin que sufrieran, con la misma tinta verde, pero que murieran bellas. Apenas con la filigrana verde en la piel blanca, como en el papel. Infinitamente mejor.

–Se estaban apoderando de mí. De repente me despertaba pintando un cuadro en Campo Grande, yo, que no he cogido un pincel en mi vida; en las Moreras, recitando a Baudelaire en francés, madre mía, yo, que no he pasado de «con dos cañones por banda...» ¿O eran tres? Y lo peor de todo: bailando salsa con desconocidos en el Porta Caeli. Tenía que matarlas. Sir Arthur me entendería, ¿verdad, doctor? Él lo intentó miles de veces con Sherlock. Pero yo lo he conseguido y ellas no han sufrido nada, nada.

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