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javier burrieza
Domingo, 25 de agosto 2019, 10:31
En el veraneo he sido más bien inconstante. No piensen que no tengo mis gustos y rincones favoritos donde encuentro la tranquilidad. Pero quizás eso ha pasado mucho más en un fin de semana y en un tiempo menos programado. Desde una infancia unida especialmente a Alicante, confieso que como vallisoletano me gusta la playa de El Sardinero, con su ciudad de Santander, y sus excursiones a lugares cercanos como Santillana y Comillas.
La primera vez que viajé a Cantabria fue como alumno a un Curso de Verano en su Universidad Internacional Menéndez Pelayo ¡Qué belleza la vista de ese Palacio de la Magdalena, castillo de sabor victoriano! Me impresionó dentro de la península que lo cobija el mirador hacia la entrada de la bahía, en esa inmensidad de agua que sabemos apreciar muy bien los castellanos porque nacemos en rincones de inmensidades. Pero, en realidad, en mi memoria, yo tenía una fotografía en blanco y negro con Santander.
Las había descubierto en el baúl donde encontré tantas imágenes de los míos. Mi padre me había relatado que él y el resto de la familia Burrieza viajaban en tren –pues tenían el famoso kilométrico de los caminos de hierros del Norte– hasta la capital santanderina a gustar de los baños de ola de El Sardinero, que ya se habían democratizado, porque estaban a disposición no solo de los reyes sino de otros muchos españoles. Los veranos de mi padre, en blanco y negro, fueron ya en la Segunda República. Incluso una de las fotografías databa del 1º de agosto de 1934. Muchos años después, los Burriezas volvimos a buscar esas aguas y paseos.
Debo advertirles que soy un personaje inquieto en la playa, que me fascina mirar al horizonte del mar entre página y página de un libro. Son los baños de mirada, que dicen además que son muy buenos para los que somos miopes. Paseando por esa playa con cierta pausa, hay una travesura que me gusta repetir si el paseo es temprano, a eso de las ocho de la mañana. Encontrarán, en medio de la playa, un grupo de gaviotas un tanto remolonas, 'paciendo' sobre la arena. Recuerdo, entonces, una escena de la tercera película de Indiana Jones, cuando su padre tenía que derribar un avión que venía a bombardearlos mientras estaban en una playa. Solamente tenía, como yo, un buen grupo de gaviotas atolondradas y una frase de Carlomagno: «Que mis ejércitos sean las rocas y los árboles y los pájaros del cielo».
Sean Connery sujetaba en sus manos un paraguas que abría y cerraba para despertar el vuelo de las aves. En Santander, el paraguas también se puede necesitar. Y cuando las gaviotas de El Sardinero emprenden vuelo, en mi caso, no es para derribar ningún avión pero me devuelven a una infancia donde no he podido hacer muchas travesuras porque siempre me pillaban. Esta la suele inmortalizar mi mujer, que nunca se deja la fotografía de lado.
Y así, con mi foto en blanco y negro, me sitúo en el mismo lugar de aquellos Burriezas de los años treinta, en la primera de El Sardinero, con la vista de fondo del Casino y el Gran Hotel, con sabor y tonalidad blanca de balneario. Y pienso que ese mismo cielo, esas mismas aguas, esas mismas inmensidades, las disfrutamos en familia, generación tras generación, en la querida ciudad de Santander, que forma parte del alma de los vallisoletanos.
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