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Fotograma del vídeo 'super 8' en el que mi hermano Roberto, a la izquierda, y yo, tratamos de acarrear piedras para construir la piscina.
Una piscina reconstruida

Una piscina reconstruida

El mejor verano de mi vida ·

Era un crío cuando acarreaba carretillos de piedras rampa abajo, rampa arriba. O al menos eso dice mi memoria de aquellos días en que hicimos brotar un oasis en un agujero

Antonio G. Encinas

Valladolid

Sábado, 17 de agosto 2019, 07:46

El tiempo aliña la memoria, la adereza con detalles que, relato a relato, van incorporándose a la realidad que fue para convertirla en la realidad recordada, que suele ser mucho más épica, o divertida, o dramática, según los casos, que el momento recordado tal y como se produjo. Así es como después de muchas comidas familiares llegué a la conclusión de que aquella piscina magnífica, enorme, de diez metros de largo y seis de ancho, con su 2,70 de profundidad en lo más hondo, se había podido construir, sobre todo, gracias a mi ayuda. Mi hermano colaboró un poco, es cierto, pero qué carajo, yo soy el mayor, y cuatro años de edad, entonces, marcaban la diferencia entre poder acarrear carretillos llenos de piedras o quedarse en el intento.

Me recordaba cargando la pala hasta rebosar el carretillo para, a continuación, agarrarlo rampa abajo y volcarlo en el lecho que debía acoger el cemento. Y de nuevo vuelta arriba, a la zona que luego sería la menos profunda, para retomar la pala. Y así hasta curtir los músculos y esas manos con piel de niño que uno imaginaba ya casi como las de mi tío Juan, que eran manos de currante, de hombre capaz de de poner ladrillos, serrar y montar muebles de cocina, hacer hormigón, construir una piscina o subir una encimera de cuatro metros a un séptimo piso por las escaleras con la única ayuda del imberbe de su sobrino adolescente (aunque esa es otra historia).

Aquella piscina brotó en mitad de la nada, treinta metros por encima de la casa, en una ladera en la que jugábamos en los prehistóricos tiempos A.P. (Antes de la Piscina), donde quizá había una cueva misteriosa que, vista con los ojos ridículamente adultos de hoy, era un simple agujero, solo que un poco grande.

Surgió la piscina de mis tíos Juan y Merche con la ayuda de todo el que pasaba, familiares y amigos, algunos con las mismas manos callosas de currante y otros con la voluntad de poner algo de su parte. Como mi hermano y yo con los carretillos arriba y abajo. Un día fue el socavón. Después las piedras, con el mallazo metálico. Los ladrillos, colocados con una rectitud de delineante, y el revestimiento de cemento. El cuarto de la enorme depuradora. No había gresite de azulejo suave, ni poliéster, solo cemento más o menos pulido en el suelo, más o menos rugoso en los laterales. La primera vez que se llenó ni siquiera estaba pintada.

Luego fue azul. Y cada verano, antes de disfrutarla, había que vaciarla, limpiar el barrillo que se acumulaba durante el invierno y sacar las ranas que habían criado allí después de llegar desde el cercano Adaja, contándolas para ver si había «más que nunca».

Hora de volcar el carretillo como buenamente se pueda.

A los pocos días de llenarla el agua ya estaba más caliente y podías pasar el limpiafondos, o la redecilla para quitar los mosquitos y las hojas de la superficie del agua. Y tocaba mirar fijamente al maldito reloj octogonal de baldosa, con sus agujitas doradas y sus 'no-múmeros' de azulejo blanco, a ver si pasaban de una vez las dos horas de la digestión.

Ocurre que en aquellos tiempos, hacia el año 80 más o menos, aunque no había móviles con cámara, sí había 'super 8'. Y el nacimiento de la piscina está grabado. Y ahora me veo allí, con el chándal, hecho un tirillas, cargando cuatro piedras y volcando a duras penas un carretillo medio vacío mientras la mano de mi tío aparece en la imagen animándome a esparcirlas aquí o allí, como si tratara de igual a igual con un currante como él. Es curioso. Recordaba que había ayudado a construir aquella piscina, pero nunca pensé que la piscina hubiera ayudado a construirme a mí.

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