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icíar ochoa de olano
Sábado, 11 de mayo 2019, 17:52
La tuberculosis es como el amor. Está en el aire. Cuando un enfermo tose, estornuda o escupe, expulsa las bacterias causantes del mal. A menudo basta con pasar por allí e inhalar unos pocos bacilos para quedar infectado. Hay muchos boletos repartidos. Más de los ... que pueda imaginar. Resulta que un cuarto de la población mundial tenemos esa infección latente, si bien solo un 10% de las personas sanas acabaremos desarrollándola. En esos casos, la 'mycobacterium tuberculos' que llevamos dentro despertará y atacará de forma virulenta el tejido pulmonar u otros órganos. La ofensiva puede resultar letal. Lo ha sido en millones de ocasiones. En el último par de siglos, la tuberculosis ha aniquilado a más seres humanos que la viruela, la peste bubónica, la malaria, el ébola, el cólera, la gripe, el VIH y todas estas patologías juntas. Aun hoy, no existe en el planeta otra enfermedad infecciosa más mortífera. Llegados a este punto, tal vez le sorprenda saber que se cura. Aunque su capacidad de resistencia a los antibióticos resulta cada vez más alarmante, todavía es reversible en la mayor parte de las ocasiones con un tratamiento de fármacos de nueva generación administrado durante seis meses. Tan solo hace falta disponer del dinero suficiente para poder pagarlo. En nuestras latitudes, eso se resume en no ser pobre.
Phumeza Tisile, de 28 años, se ha propuesto desligar la supervivencia de los enfermos de su estatus económico. Esa enfermedad constituye la principal causa de fallecimiento para las personas que padecen sida y Sudáfrica, su país, soporta la mayor epidemia conocida de VIH. Si en España se registran 4.000 nuevos contagios de tuberculosis al año, allí hay que multiplicarlos por cien y, en ese mismo tiempo, además, enterrar a otras 33.000 personas.
Ella tampoco ha esquivado la maldita infección. Se la diagnosticaron en 2010, cuando apenas había cumplido los veinte. Resultó que la había desarrollado en su peor versión, una extremadamente resistente a los medicamentos, que la mantuvo durante más de 36 meses atada a un agresivo tratamiento que le robó el oído. Aquel infierno de dolorosas inyecciones diarias y festines de pastillas provocó que perdiera el 100% de la audición, uno de los devastadores efectos secundarios de aquella terapia caduca, junto con los fallos hepáticos o renales o la psicosis. En casi medio siglo, la industria farmacéutica no había encontrado motivos, entre las legiones de muertos y de discapacitados en todo el mundo, para ensayar otro fármaco más eficaz y menos tóxico. Phumeza no comprendía nada.
Ocho a dos. Con su tipología de infección, la XPR, la más tenaz de todas, y con la medicación disponible en esos días, tenía todas esas probabilidades de acabar en una tumba. Sorda, debilitada y desesperada, decidió acudir a un centro de Médicos sin Fronteras (MSF) de su distrito, Khayelitsha, la mayor barriada negra de Ciudad del Cabo, con más de 400.000 habitantes. Allí le encendieron una luz. Había un antibiótico que no había sido creado para tratar su patología pero que le ayudaría, el linezolid. El problema era conseguirlo. Para ella y para otros pacientes en su misma situación. El laboratorio que lo alumbró, Pfizer, tenía su monopolio en Sudáfrica, lo que taponaba la importación de genéricos. Comprar el original para un tratamiento completo, de dos años de duración, suponía un desembolso de 36.000 euros. Inasumible para cualquier ONG. «¿Cómo podía ser posible»?, se preguntaba Phumeza, confundida y enfadada.
Una movilización contrarreloj permitió a MSF conseguir el permiso necesario para adquirir otras versiones de ese fármaco en la India, un país donde el activismo propició hace unos años que las leyes nacionales de patentes incluyeran el derecho a impugnar las que se consideran injustas, una victoria histórica que garantiza el flujo de genéricos. El linezolid surtió efecto. En 2013, un análisis devolvía la esperanza y la vida a la joven. Estaba limpia. La primera paciente sudafricana de esa ONG en superar la tuberculosis multirresistente ya nunca sería la misma. Cómo serlo con tantas personas a su alrededor condenadas al sufrimiento y la muerte por una falta de diagnóstico, de tratamiento o de recursos para acceder a ellos. «Desde ese momento supe que quería involucrarme en esta pelea para que todas las personas tengan la oportunidad de curarse, para que todos los seres humanos tengan acceso a los medicamentos que curan», explica, con más fuerza que nunca, desde su barrio de Khayelitsha.
Phumeza, quien ha podido recuperar su capacidad auditiva gracias a una intervención quirúrgica sufragada mediante una campaña de recogida de fondos privados, no ha perdido el tiempo. Si ya aún padeciendo el aislamiento de la sordera tuvo el valor de plantarse ante la Asamblea Mundial de la Salud, en Ginebra, para contar su calvario a todos los ministro de Sanidad y exigirles que diagnostiquen y traten a las personas, ahora su lucha está enfocada a conseguir abaratar uno de los nuevos compuestos químicos que combaten las formas resistentes de la tuberculosis, la bedaquilina. Y es que, de nuevo, su alto coste lo deja fuera del alcance de la inmensa mayoría de los enfermos. Por ello, ha decidido ponerse al frente de la lucha que MSF lidera contra su fabricante, esta vez Johnson&Johnson, para desafiar su patente en la India. Al igual que ocurrió cuando ella estaba contagiada y necesitaba tratamiento sin dilación, ahora urge una versión más asequible de ese fármaco para salvar a miles de personas sin que tengan que pagar el peaje en forma de graves secuelas, como las que ella padeció. «Tengo la suerte de que se me escuche; tengo el deber de poner voz a las personas que no la tienen», defiende Phumeza.
No se refiere solo a sus compatriotas. Sudáfrica se convirtió hace diez meses en el primer país del mundo en dispensar gratuitamente la bedaquilina a través de su sistema público de salud. La corporación farmacéutica dispensa al Gobierno cada 'pack' de tratamiento completo (para seis meses) a una tarifa 'blanda' equivalente a 360 euros, pero en el resto de países lo comercializa a partir de 2.700 euros, hasta los 27.000, un precio prohibitivo para la mayoría de las Administraciones del mundo. «El resultado es que el 90% de quienes necesitan la bedaquilina no puede acceder a ella», sintetiza Laura Moretó, experta en tuberculosis de MSF España. «Tanto es así que, hasta el pasado mes de noviembre, únicamente 28.700 pacientes habían sido tratados con este medicamento en todo el mundo; cerca del 70% de ellos, en Sudáfrica», agrega.
La situación puede recrudecerse si Johnson&Johnson consigue, como pretende, renovar su patente sobre ese compuesto, una táctica que emplean algunas farmacéuticas para extender en el tiempo los monopolios de sus productos mediante el registro de una nueva forma, presentación o uso que no aporta mejoras terapéuticas. En este caso, la exclusiva de la multinacional estadounidense sobre la bedaquilina se extiende hasta 2023 y está tratando de ampliarla otros cuatro años más, hasta 2027. Impedirlo es la misión de Phumeza y de otros diecisiete supervivientes sudafricanos, un equipo de valerosas mujeres y hombres, de estratos sociales dispares, a los que les une la dramática experiencia de la enfermedad, la superación y su compromiso absoluto de ayudar a erradicarla. Cada uno, eso sí, en su estilo.
Al hijo mayor del rey Goodwill Zwelithini y de la reina Buthle MaMathe de Dlamahlahla, en la provincia sudafricana de KwaZulu-Natal, le diagnosticaron tuberculosis en 2011. Permaneció hospitalizado durante tres meses. Cuando le dieron el alta le faltaba un pulmón. Se lo tuvieron que extirpar. Ahora, el príncipe Nhlanganiso dedica buena parte de su tiempo a dar charlas en comunidades zulúes. Especialmente a hombres, a los que siempre acaba mostrando su cicatriz. «Quiero que comprueben que mi cuerpo ya no está completo y que imaginen el dolor que eso genera. Muchos varones zulúes rehúyen acudir al médico, es una forma antigua de pensar, y creo que de esta manera puedo animarles a que den el paso y vayan. Mi ambición es provocar ese cambio», expone.
La enfermedad le mantuvo postrado tres meses en un hospital y le costó una mutilación. Mostrar su cicatriz cree que moverá a la gente a acudir al médico.
Para Tamaryn Green, la tuberculosis no es solo una enfermedad física, «sino también emocional y mental». Por eso juzga «esencial» crear «una estructura de apoyo». La actual Miss Sudáfrica contrajo la infección en la facultad de Medicina, en la que estudia el último curso, «y si he seguido yendo a clase es porque he tenido el respaldo de mis padres», admite. «Muchos enfermos no siguen adelante con sus cosas por miedo a que los demás se enteren y les rechacen. Incluso hay quienes llegan a interrumpir por eso el tratamiento. En el otro lado, hay gente que trata muy mal a los enfermos por temor a que les contagien. Este es un mal que estigmatiza», reconoce Green, quien ha lanzado en las redes sociales la campaña #BreakTheStigma, desencadenando un aluvión de reacciones «gratificantes» y catárticas para muchos pacientes a lo largo y ancho del planeta.
La actual Miss Sudáfrica y estudiante de último curso de Medicina reconoce que no ha dejado la universidad por el respaldo que ha recibido de sus padres.
Carentes del brillo que imprime poseer un título de la realeza o de belleza, la adhesión a este movimiento de Dalene von Delft o de Ingrid Schoeman, una doctora y una dietista de Ciudad del Cabo, respectivamente, resulta sin embargo fundamental. Ambas blancas y bien posicionadas, sus testimonios sirven para recalcar cómo la línea divisoria entre la vida y la muerte, entre la oportunidad y la nada, está hecha casi siempre de papel moneda. Las dos contrajeron una de las versiones más virulentas de la enfermedad. Von Delft experimentó la «extrema dureza» del viejo tratamiento hasta que sus contactos y los de su marido, también médico, le permitieron conseguir la ración de bedaquilina y restablecerse. Algo similar le ocurrió a Schoeman, quien desde entonces se reconoce como una «afortunada» en un océano de enfermos para quienes el futuro es un agujero negro. A fuerza de ser succionados por él, han aprendido que «la salud es un derecho de todos». Ahora quieren precintarlo para siempre desde el activismo. Junto a Phumeza, contra el imperio farmacéutico.
Doctora en un hospital de Cape Town. Sus contactos profesionales le permitieron conseguir el nuevo fármaco, más eficaz y menos agresivo, y curarse en 19 meses.
Dietista en un hospital de Cape Town. Durante dos años de tratamiento bordeó la muerte por los fallos renales que le produjeron los fármacos. Incluso estuvo en coma.
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