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Mi tío Paco nos lleva de paseo en el Citroën Dyane 6, alias 'el pato'.
Mi paraíso a los pies de la Peña Redonda

Mi paraíso a los pies de la Peña Redonda

Los largos veranos en Castrejón de la Peña son uno de los mejores recuerdos de mi infancia. Allí la felicidad huele a manzanilla y tomillo recién cogido en el monte

Sábado, 24 de agosto 2019, 08:50

El mejor verano de mi vida huele a truchas fritas con torreznos y sabe a huevos de dos yemas. También, a pescaditos recién cogidos en el río 'Guay'. Años más tarde, muchos años más tarde para mi vergüenza, supe que no existía el río 'Guay', que donde mi tío Paco nos llevaba a pescar era, en realidad, el Boedo. Pero allí íbamos todo orgullosos con nuestras cañas, con la lata redonda llena de lombrices que, horas antes, habíamos atrapado hurgando en la tierra húmeda de la huerta, dispuestos a colmar la cesta verde de rejilla de peces. El mejor verano de mi vida huele a manzanilla y a tomillo recién cortado en el monte, suena al viento del cierzo acunando las ramas del sauce llorón de la granja y al rugido del Citroën Dyane 6 de mi tío, el mejor coche descapotable del mundo, apodado 'el pato' por la pegatina que decoraba su maletero y por su inconfundible color amarillo.

El último día de colegio con la –para algunos– tan temida entrega de notas da el pistoletazo de salida para el verano, pero para mí el comienzo del verano lo marca hacer la lista de la compra con mi madre y mi abuela Anita, apuntando todo lo que tenemos que llevar a Castrejón, e ir a Pryca a comprarlo. Mi hermano y yo corremos al pasillo donde nos espera el Cola Cao, cierto es que él es más de Nesquik, pero a quién no le gusta disfrutar de un vaso de leche fría mezclando el Cola Cao con la baticao o con la coctelcao. Y ya, con el Renault 18 lleno de maletas y comida, partimos rumbo a Castrejón de la Peña, donde compartiremos el verano con mis primos, con mis tíos, con Anita, con mi madre los días que no tenga que trabajar, con Candy, la perra que nos saluda dándonos la patita, con Acun, siempre esperando ser acariciado, con las gallinas, las que ponen los maravillosos huevos de dos yemas, con los conejos y con los cerdos, de los que tenemos que despedirnos en noviembre, por San Martín.

Mis primos, mi hermano y yo hemos escalado uno de los árboles de mis tíos. De pie, mi madre, mi abuela Anita y mi tía Begoña.

La Penilla es el escenario de mis primeras excursiones con amigas, después de sortear, no siempre con acierto, los cardos y las ortigas. Una vez logrado el objetivo de coronar la pequeña montaña, y aún con la adrenalina por el éxito conseguido, toca merendar. Y ahí está la maravillosa bolsa térmica de Iber que la tía Mari ha llenado con un bocadillo de tortilla, pastillas de chocolate y una Fanta. La lata ya vacía se convierte en el objeto a batir, desde lo alto, con piedras. Mi mala puntería me juega la mala pasada de atizar en la cabeza a Ana, quien, más de veinte años más tarde, leerá el poema que pondrá punto y final a mi boda.

Lejos de la playa y del calor sofocante, usamos una 'chaquetita' por la tarde y nos arropamos con mantas cuando cae la noche. Los primos dormimos en el cuarto de las literas, siendo siempre la de arriba la más solicitada, hasta que llegan los cazadores franceses, amigos de la familia, y nos trasladamos al salón o a la cocina, donde cómodos colchones nos esperan en el suelo. Son días de probar ostras, comer foie y empacharme a arroz con liebre, de pelar codornices y de escuchar ladridos de perros, día y noche.

Con la tía Mari en Castrejón.

En mi mejor verano, cúmulo de muchos estíos maravillosos, las copiosas comidas familiares pasan por el inigualable horno de Pereruela, donde pollos, lechazos, cochinillos, potes de verduras y la mítica lasaña de mi tía –por cierto Mari, hace siglos que no nos la haces– se convierten en auténticos manjares bajo la sombra de los árboles, donde aún estamos todos, sin sillas vacías, sin faltas, donde todos somos felices a los pies de la Peña Redonda.

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