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Ainhoa de las Heras
Domingo, 17 de noviembre 2024, 09:05
Isidoro y Loli, padres de Silvia López Gayubas, asesinada por uno de sus hijos adoptivos en Castro Urdiales, visitan su tumba cada quince días en el cementerio de La Ballena. Ponen rosas blancas sobre la lápida y encienden una vela. Es lo único que ... les queda. Y un dolor infinito. «Esto no se supera nunca», asumen. Allí, delante de la foto de su hija y la placa con su nombre y fecha de su muerte, hablan con ella y se «desahogan». «Le pido perdón por no haberme ocupado más de ella y haberle dado todo a los otros», dice con rabia la madre, devastada por el crimen. Le han arrebatado «lo más importante de la vida». «Era una hija modelo, más que un ángel. Un cielo y una bella persona. Nunca nos dio un disgusto. Le gustaba estudiar, sacó títulos... No bebía ni fumaba y nos ayudaba en todo. Siempre estaba pendiente de nosotros. Nos llamaba cada noche para ver qué tal estábamos», agradece.
Han pasado nueve meses desde que el 7 de febrero, Loli, extrañada porque las persianas de la casa de su hija (muy próxima a la suya) estuvieran cerradas, comenzó a marcar su número de manera insistente. «¡Qué raro que mi hija no coja el teléfono!», pensaba. A la cuarta llamada, escuchó al otro lado la voz de su nieto mayor. «Abuela, que nos han secuestrado y a mamá se la han llevado». «¡Que se ponga tu madre!», le pidió ella. «Pero colgó». La mujer avisó entonces a su marido y a su otro hijo, que mantenía un vínculo muy estrecho con su hermana, quienes alertaron a la Guardia Civil de Castro. Como tenían llaves de la casa, lo primero que hicieron fue comprobar si estaba en casa. «Fregar lo fregaron bien», confirman. La ropa de Silvia estaba «bien doblada sobre la cama» y en el garaje, «a oscuras», les llamó la atención que «el coche estaba empotrado contra un armario».
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Según se supo después, habían huido tras coger las llaves del coche, el móvil, la tarjeta de crédito y unos 300 euros en metálico. «Nos devolvieron 290», el dinero que llevaban encima los menores cuando fueron detenidos. Mientras los niños tomaban en una degustación del centro un cola-cao, un café y unas palmeras para merendar, los guardias civiles descubrían el cadáver de la mujer en el interior del vehículo. «Su hija ha fallecido», les informaron ya en el cuartel. De madrugada, una vez que les habían encontrado deambulando por el parque de Cotolino, uno de los investigadores les advirtió de que «podían ser los niños. Y ahí ya nos derrumbamos», recuerda Isidoro. «Casi desde el principio supieron que eran ellos». «Los guardias se portaron muy bien, muy profesionales. Ellos también son personas y tienen hijos», agradecen.
En los días posteriores, dos psicólogos les estuvieron asistiendo en su casa. Aún siguen en tratamiento psiquiátrico. Apenas duermen, ya que lo tienen «siempre presente». «Algo así no se puede asumir. Moriremos con ello». Ni siquiera pueden encontrar alivio en la Justicia. «La ley está como está». Un juzgado de Menores acaba de condenar al mayor, de 15 años entonces -el menor es inimputable porque tenía sólo 13 años- a seis años de internamiento en un centro cerrado. Se trata de la pena máxima prevista por la Ley del Menor para esa franja de edad, por los delitos de asesinato y agresión sexual contra su madre. El pequeño, que carece de responsabilidad penal por la edad, vive acogido en un centro.
Según la sentencia de conformidad, que ya es firme, ambos planearon el crimen «con tiempo». Entre los dos abordaron a su madre cuando comía a solas en la cocina del chalé. Según el relato de hechos considerado probado, mientras el menor la sujetaba por detrás, su hermano mayor la apuñaló en el cuello y la cabeza en numerosas ocasiones. La víctima presentaba tres heridas cortantes en la nuca y otras 18 distribuidas por la cabeza, además de múltiples golpes.
Una vez en el suelo, el mismo niño la despojó de la ropa y la introdujo los dedos en la vagina. Después, intentaron deshacerse del cuerpo, pero cuando arrancaron el coche lo estrellaron porque no sabían conducir. Arrojaron el pijama y la bata ensangrentados a un contenedor, el móvil a unas zarzas y escaparon, pero fueron localizados al cabo de ocho horas, sobre la 1.40 horas de la madrugada.
Isidoro, el padre, confiesa que se siente «culpable». «Tenía que haber estado más encima», se repite. Su hija y su yerno nunca les contaron los «problemas» que tenían con sus hijos «para no preocuparnos». «De haberlo sabido, me habría convertido en su sombra, aunque me quedara sin dormir, pero no nos dijeron nada y a nosotros nos tenían engañados. Les queríamos, eran nuestros nietos. Les dábamos lo mejor, todo lo que querían». Los abuelos prefieren no revelar otros detalles por tratarse de menores.
Después de casarse con «su primer novio», Silvia, nacida en Barakaldo, y su marido decidieron mudarse a Castro y con ellos sus padres. «Teníamos muy buena relación. Siempre estábamos juntos». Licenciada en Ingeniería de Minas, tenía una carrera brillante por delante. Trabajó en una empresa puntera, «hasta los sábados e hizo dinero, pero cuando trajo a los niños, lo dejó». El matrimonio «viajó dos o tres veces a Rusia. Querían adoptar a un niño mayor. Y cuando les dijeron que tenía un hermano pequeño, decidieron traérselos a los dos para no dejar solo a uno». Tenían cuatro y dos años.
Cuando entraron en la casa, estaba la ropa de Silvia «doblada en su cama y el coche, empotrado»
Cuando los padres «trabajaban en turno de mañana, los niños desayunaban en casa y una vecina les llevaba al colegio». Silvia les enseñó a «hablar en castellano, a leer y escribir, todo. El esposo se fue tres años a trabajar a Francia y le tocó a ella llevarles al colegio, al médico... Tenía mucho desgaste. Los fines de semana venían a comer a casa».
Precisamente, el último día que la vieron fue el 3 de febrero (el asesinato fue el día 7), en una comida familiar. «Les quiso hasta el final. Hasta ese día estuvo haciéndoles carantoñas. Después de comer salió con el pequeño al balcón a tomarse una infusión mientras le leía un libro que le había comprado», recuerdan con lágrimas en los ojos.
Al hacerse mayores, un año antes aproximadamente, Silvia había vuelto a trabajar. Se presentó a oposiciones de Osakidetza y aprobó dos, pero eligió trabajar como celadora. «Siempre le ha gustado ayudar». «Llevaba a pacientes oncológicos a quimioterapia». Les levantaba el ánimo. «Allí era feliz, decía. Le daba la vida». Pero cuando llegaba a casa, «se la veía triste, con la cara demacrada».
En aquel último encuentro, antes de marchar, Silvia le dio a su madre unos «achuchones efusivos». «Me besó y abrazó más que de costumbre, como si presintiera algo. Lo comentamos después. Nos quedó una sensación rara», barruntan los padres. «No les voy a perdonar nunca», clama Loli.
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