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Desde cuándo empezaron a darse de bruces los perros contra la platea del Liceo? ¿Qué divo ha sido el más guasón hasta poner de los nervios al apuntador? ¿Tiene mal fario el Teatro Real? Estas cuestiones, aparentemente triviales, no han quedado al margen en los afanes de los investigadores de la lírica española. No es desde luego lo más enjundioso del bel canto, pero hay gente que se ha tomado la molestia de recopilar estas anécdotas para solaz propio y de curiosos.
Jaume Tribó, maestro apuntador del Liceo desde 1975, ha anotado todos los sucedidos desde la creación del coliseo. Seguramente, los más divertidos datan del siglo XIX, una época en la que los dueños de los perros entraban con sus animales de compañía al recinto escénico. «Un enorme perrazo cayó desde un cuarto piso en 1852 en plena función y a la vista del accidente, el Ayuntamiento abrió una investigación, en la que se concluyó que no hubo responsabilidad criminal. Lo mismo ocurrió en el 56. Esta vez un perrito se despeñó desde un tercer piso. En ambos casos, las dos mascotas murieron», argumenta Tribó.
Hubo percances que demuestran en verdad que siete vidas tiene un gato. También a mediados del XIX un felino se precipitó al vacío desde un quinto piso, pero en vez de desplomarse contra el suelo, la suerte quiso que cayera sobre la barandilla de la orquesta, de ahí rebotó contra una butaca vacía, de donde salió maullando, todo airoso e indemne, por el corredor central.
Los muros del Liceo han visto de todo. En 1852 una mujer de Cádiz alumbró un bebé en el teatro y le puso por nombre Eliceo. Por aquellos años gloriosos estaba prohibido tararear las melodías o llevar el compás con el abanico: no era raro que siguiendo el ritmo alguien introdujese en el ojo del vecino una varilla. Como había quien llevaba a los bebés a la ópera, también se proscribió dar el pecho en la platea.
Ha habido ocasión para muchos sustos. Una vez se le quemaron las mangas del vestido a una soprano por culpa de unas candelas que prendían demasiado. A raíz del incidente se desató el miedo entre el público, pues todavía perduraba el recuerdo de los estragos que hizo el fuego, que ha asolado varias veces el teatro.
A lo largo de 45 años, Jaume Tribó ha ido documentando el devenir diario del Liceo, desde los acontecimientos más señeros hasta los chascarrillos más nimios. De casi todos ellos ha sido testigo, como el tropezón de Eva Marton en 'Tosca'; el de Véronique Gens en el 'Don Giovanni', en 2002, o la rotura de voz de Daniela Dessi en 'O patria mia' de 'Aida', un trance en el que la diva pidió a Tribó que la excusara y dijera al público que se había roto el tobillo. «Tras acudir a los servicios médicos, al cabo de un rato reapareció en escena cojeando, pero creo que con la otra pierna».
Amistad con los divos
Gracias a su puesto ha cultivado la amistad con grandes artistas. El tenor Luciano Pavarotti le prometió ir a su boda, si bien al final no se presentó. Sí acudió en cambio al enlace un miembro del coro. Por número de representaciones, con quien más trato tuvo fue con Montserrat Caballé. «Cuando estaba haciendo 'Linca di Chamounix', de Donizetti, me llamó desde Niza y me dijo: «coge un taxi y vente para acá». Tomé en las Ramblas el primero que pasó y al día siguiente me presenté en Niza».
Caballé, Joan Sutherland y Eva Marton mantenían muy bien el temple. «Todas ellas me querían mucho». De quien tiene muy buen recuerdo es del tenor mexicano Rolando Villazón, que cuando cantaba el 'Elisir d'amore', en el momento en que se escuchaban el arpa y el fagot, antes de acometer 'Una furtiva lágrima', simulaba una gran agitación, como si no aguantara más tiempo sin orinar. «Preguntaba por el baño y gritaba: ¡El baño!, ¿dónde está el baño? Eso lo hizo una vez, pero al cabo de tres o cuatro representaciones, repetía la broma. Era payaso hasta la eternidad».
Entre los acontecimientos más insólitos recuerda un plante célebre. «Lo viví en Bilbao en 1981 con el tenor Franco Bonisolli. En un momento dado, cuando cantaba 'Cavalleria rusticana' alguien le silbó, entonces dijo que estaba mal de voz y que no podía seguir cantando. Enmudeció. La gente empezó a gritar, bajaron el telón y él se fue del teatro».
Tribó es el único apuntador que queda en España, pero niega que sea un oficio en extinción. No en balde, el Metropolitan, el Convent Garden y la Ópera de Viena y de Berlín siguen conservando esa figura. El suyo es un quehacer muy cualificado. Por algo sabe alemán, polaco, húngaro, ruso, checo e italiano. «Con el alemán no tengo problemas pues viví dos años en Zurich (Suiza). También de pequeñito tenía nociones de ruso». En 1979 apuntó una ópera en dialecto veneciano, si bien dispuso de un año para preparársela. «La cosa funcionó muy bien. El checo también es muy importante, hay un repertorio en ese idioma muy destacado».
Para Tribó, ser apuntador comporta muchas gratificaciones. «Es ayudar a la gente, al intérprete que más lo necesite. Eso me hace muy querido por el coro y los cantantes», aduce. No obstante, a veces el quehacer llega a ser estresante. En una ocasión, en apenas tres meses llegó a trabajar en 22 títulos diferentes. «Por lo general, cada ópera la ensayamos durante 40 días». Aparte de conocimientos musicales y de idiomas, en su profesión se requieren agilidad e intuición para adelantarse a una posible inseguridad del artista. «Por lo general lo apunto todo, porque si espero a que el cantante falle se produce la catástrofe».
En la historia del coliseo hay cosas que no tienen demasiada gracia, como cuando el telón funcionaba con cuerdas y encalló, circunstancia que provocó la muerte de tres personas y dejó malparada a una cuarta. Sobre el Teatro Real de Madrid también menudean las anécdotas. Siempre se ha dicho que sobre este coliseo planea un mal fario. No en vano, a vista de pájaro la planta del edificio tiene forma de ataúd. Fue esa mala suerte la que hizo que a los pocos meses de comenzar la remodelación, en 1992, el arquitecto José Manuel González Valcárcel falleciera de un ataque al corazón mientras se presentaban las obras a la prensa.
En 1995 se volvió a comprobar que el teatro lírico estaba cercado por un halo de fatalidad. La gran lámpara, una gran araña de cristal de La Granja de 2.700 kilos que pendía sobre el patio de butacas, se desplomó, afortunadamente con el teatro vacío. La lámpara, ya restaurada, volvió a adquirir protagonismo en la reapertura de 1997. Al comienzo del espectáculo, bajó y subió unas tres o cuatro veces, haciendo tintinear sus luces, circunstancia que causó temor en un público no hecho para tantos sustos.
Una vez acabadas las obras, alguien se percató de que las butacas instaladas por una afamada firma italiana no eran ignífugas. A toda prisa, hubo que levantar el patio de butacas y recolocar un nuevo modelo de asientos.
La sala de máquinas de este espacio es la caja escénica, un enorme vano en el que cabría el edificio de Telefónica de la Gran Vía madrileña. Para cruzar la 'parrilla', la plataforma de rejilla desde la que se mueven los elementos del decorado, hay que guardar ciertas precauciones. Bastaría que una moneda cayera desde las alturas para que hiriera gravemente a alguien. En el taller de caracterización los 'trucatori' preparan modernas pelucas de pelo natural e hipoalergénicas.
Hace unos años se produjo una petición de mano de un espectador en el descanso de una función de 'Rigoletto'. Todo el mundo quiso sumarse a la fiesta, hasta el punto de que la orquesta atacó la marcha nupcial y Plácido Domingo felicitó a los novios.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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