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Fueron realmente aquellos los mejores veranos de mi vida? No lo podría asegurar, pero, desde luego, fueron inolvidables. Han pasado más de treinta años, pero aún puedo recordar con nitidez muchas de las aventuras, las historias, las locuras, los descubrimientos de aquellos dos periodos de ... vacaciones en Peñafiel.
Desde luego, puede parecer muy poco exótico. Un pueblo perdido en mitad de Castilla, ni muy grande, ni muy pequeño. Sin playa, con un calor sofocante en aquellos días, y con pocos de esos alicientes que siempre se esperan de un lugar donde disfrutar de unas vacaciones de ensueño. Pero lo cierto es que lo fueron.
También es verdad que yo no tenía más que trece o catorce años y que era la primera vez que me alejaba realmente de mis padres. No había tenido la oportunidad, tan habitual ahora, de asistir a un campamento de verano y cuando había salido de casa, siempre lo había hecho en familia. Era solo un pobre chiquillo que no conocía mucho más allá de lo que acontecía en su pueblo, aún más perdido, del norte de Extremadura.
Por ello, cuando me llegó el ofrecimiento de mis padrinos, a los que hacía, la verdad, varios años que no veía, de pasar una temporada durante ese verano con ellos en Peñafiel, a donde se habían trasladado cuando yo era pequeño, lo pensé muy poco. Dije sí y mis padres tampoco lo dudaron apenas. Sería una buena experiencia antes de marchar al internado en Salamanca el próximo curso.
Soy muy consciente de que pasar de un pequeño pueblo extremeño a otro no mucho mayor de Castilla puede parecer en principio muy poca cosa, pero la verdad es que en aquel momento, para mí, fue una especie de salto abismal. Yo tenía trece años y, como he dicho, muy pocas experiencias vitales. Pero aquel primer verano, el de octavo de EGB, y aún más, el siguiente, ya en primero de BUP, en el agosto de Peñafiel, se convirtieron en un auténtico paso generacional, el detonante del tránsito de la infancia a la plena adolescencia.
Hilario, mi padrino, entonces 'practicante' de Peñafiel era una persona muy conocida en el pueblo y yo llegaba con la responsabilidad de no avergonzarle, por lo que llegué un tanto atenazado por el miedo de lo que podría encontrarme. Pero la verdad es que todo fue más fácil de lo que pensaba desde el primer momento.
Mis primas, como yo llamaba a las hijas de mis padrinos, me arroparon continuamente, aunque yo era demasiado pequeño para salir con ellas. Por ello, mi madrina no tardó en buscarme un primer amigo, su propio vecino, un chico de mi edad que no dudó en abrirme a todo un sinfín de chavales, chicos y chicas, que no tardaron en aceptarme como una más y despertarme a un mundo de diversión, ocio y libertad que yo hasta ese momento desconocía. Aún puedo recordar perfectamente a Raúl, el 'Rula', el primero de todos ellos. Tan joven como yo, pero mucho más experimentado que yo, tanto que me admiraba. Recuerdo a Goyo, a Sergio y también a Nacho, a quien conocí el segundo año y con quien trabé la amistad más estrecha. Y recuerdo a Patricia y a Alicia y a muchos más, aunque los nombres se me hayan ido borrando con el paso de los años. Y recuerdo que formamos una peña, La Tuca, La Truca, algo así, y que todos bebimos por primera vez.
Aún me sorprendo al recordarme con trece años pidiéndole dinero a mis padrinos para comprar la bebida de la peña, y no eran refrescos precisamente. Desde luego, eran otros tiempos, porque me lo dieron, sin demasiadas preocupaciones, aunque con algún consejo por parte de mi padrino, que, por qué no decirlo, se convirtió en algo más que una buena 'bronca' alguna noche en la que se nos fue de la mano. Él sabía bien de lo que hablaba, era el practicante y como bien me explicó estaba más que cansado de inyectar 'la B12' a los que se excedían con el alcohol.
Pero afortunadamente éramos primerizos, y pocas veces tuvimos ese problema. Más peligrosas fueron algunas carreras con los 'vespinos' prestados por la cuesta del castillo o incluso las visitas nocturnas a la plaza del coso para saltar las tablas del ruedo e intentar caer de pie en la parte superior. Algunos golpes fueron inhumanos y más de una vez nos tocó salir huyendo, ya no sé si de la Policía Local, o de los padres de alguno de mis amigos. Aprendí a beber, a saborear un 'bacardí' con limón, me subía a una moto, me enamoré de una santa y recogí unos sofás de casa de una especie de chatarrero. Bailé el Chúndara y corrí mi primer encierro.
Fueron dos grandes veranos, de los que ya solo quedan algunos retazos en mi memoria y que no me gustaría que se perdiesen del todo. Mi padrino ya no está, y Valentina, la madrina, ya no vive en Peñafiel, tampoco Amparo ni Maribel, pero sí lo hace Juana. A todas ellas, y a cuantos conocía allí, hace treinta años, les dedico estas líneas.
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