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césar coca
Domingo, 19 de enero 2020, 08:54
Hay un exceso de preocupación por destacarse. Nunca ha sido mi afán». Miguel Milá, hijo del conde de Montseny, diseñador sin haber hecho la carrera de Arquitectura, premio Nacional de Innovación y Diseño del Ministerio de Cultura y Premio Nacional de Cultura de Cataluña, confiesa que nació en el seno de una familia con medios, pero fue educado en la escasez. El fruto de esa educación está en sus trabajos y también en su forma de ver la vida, porque ambos aspectos son inseparables. Por eso, siempre ha destacado el valor de lo útil y desconfía de la innovación si no lleva consigo algo que él estima necesario: que mejore lo que hay.
Milá (Barcelona, 1931) explica en 'Lo esencial. El diseño y otras cosas de la vida' (Ed. Lumen) su filosofía creativa y vital. Y en conversación con este periódico profundiza en los detalles. «Lo esencial en mi vida es ser honesto, claro y decir la verdad de lo que pienso. Y en lo profesional, ayudar a conseguir el confort en la existencia cotidiana de la gente». Es la misma sencillez que aplica a las páginas del libro: «No me enredo en frases inteligentes porque la gente no habla así».
Nace en Barcelona en 1931. Empezó la carrera de Arquitectura, pero no llegó a terminarla. Se inició en el despacho de arquitectura de Alfonso Milá y Federico Correa y luego cofundó Tramo, para más tarde crear su propio estudio.
Premios. Nacional de Diseño, Nacional de Cultura de Cataluña, Creu de Sant Jordi y otros.
Quizá lo hace porque en los textos autobiográficos suele haber, como en las calles de cualquier ciudad y en el interior de muchas casas que se dicen elegantes, un exceso de diseño. Algo que choca con el estilo de sus trabajos, que se basa en dos preceptos: diseñar es ordenar y el mejor diseño es el que acompaña y no molesta. «Nunca he tenido una preocupación así, pero es cierto que existe un exceso de preocupación por destacarse». Así que, cuando dice que camina por las calles pensando siempre qué cosas de cuantas ve en el mobiliario urbano no le gustan, la pregunta es inevitable: ¿En qué ciudad rechaza más cosas? «No me atrevo a destacar una. En todas hay zonas que me chocan, porque veo cosas que no me gustan».
Las observa muchas veces en parques y jardines, donde los ayuntamientos han instalado bancos individuales que no facilitan la comunicación entre quienes se sientan a descansar o disfrutar de la sombra en verano. «Los fijan al suelo, para que no puedan moverse, y lo hacen a cierta distancia unos de otros. De esta manera, no sirven para la tertulia. Prefiero un banco corrido, porque facilita la posibilidad del diálogo».
Creador él mismo de los bancos de las calles más populares de Barcelona, el interior de una serie de trenes del metro, lámparas, percheros, grifos, sillas, mesas, chimeneas y centenares de objetos más, Milá es de los primeros diseñadores que no estudiaron Arquitectura, aunque empezó la carrera. Pero confiesa en su libro que la mayor liberación de su vida fue la del día que dejó la Escuela con el convencimiento de que no regresaría. «Lo sentí por mi padre, porque estaba seguro de que se enfadaría y lo vería como un fracaso. Y en cierto modo era así. Pero a mí me fue muy bien aprender primero interiorismo en el despacho de arquitectura de mi hermano Alfonso y Federico Correa, y luego ya me adentré en el diseño, que era lo mío».
Y como diseñador, examina algunas cosas muy modernas pero muy poco útiles, habituales en hoteles, restaurantes y locales públicos en general. Por ejemplo, en los hoteles «hay más espacio que sitio. Necesitas sitio para dejar las maletas, pero apenas lo encuentras. Así pasa también en los cuartos de baño. Quieres repisas para colocar tus cosas y no te preocupa que lo que ves sea ingenioso o interesante. Debe ser útil».
En los servicios de hoteles y restaurantes se ha puesto de moda instalar lavabos con fondo plano, «que desaguan mal. Y luego están los que son como una palangana, que ocupan mucho espacio sin ganar nada a cambio». Su examen de los objetos llega a la barra de algunos bares empeñados en servir el café en vaso. «Siempre pido que me lo cambien, porque te quemas los dedos. La taza es un gran invento, que no sé por qué se sustituye por un objeto peor».
Y qué decir de esos cubiertos y vajillas con formas extrañas. «Eso es buscar impacto, sensacionalismo en el diseño. Te sirven un bistec en un trozo de pizarra y siempre acabas quemándote. O te ponen un plato enorme y en el centro te hacen un diseño con cuatro guisantes y un chorrito de salsa. Siempre pienso que voy a comer bien y no a fijarme en el grafismo. Sin contar con que da hasta pena romper la figura que han hecho con tanto esmero».
Ruido y luz
Las quejas suelen quedar tapadas por... la música ambiental. «La música no solicitada es ruido y molesta porque impide conversar. En un restaurante, la acústica es fundamental, aunque es muy caro lograr un buen resultado. Quizá por eso, para ocultar esa carencia, ponen música». La prueba de que le molesta, y mucho, ese ruido de fondo –no llega a ser música al mezclarse con voces y ruidos de vajilla, da igual que sea Bach lo que suena– la dejó en una visita a un restaurante de Martín Berasategui. «Al salir, nos preguntaron qué nos había parecido. 'La comida, un 10, pero si no resuelven el problema de la acústica, no volveré', les dije». Lo hicieron. Así que volvió y les felicitó por ello.
También critica lo que considera exceso de luz en las ciudades. «La mala iluminación destruye las formas. Vi 'La Pedrera' mal iluminaba y se cargaba la fachada. Lo que proporciona formas, volúmenes, son las sombras». Contra lo que pudiera pensarse, no le molestan en exceso los alardes de iluminación de las fiestas navideñas. «De alguna forma están bien y acompañan a la fiesta. Me molesta si no está bien hecho. Y la horterada es algo muy extendido».
Ni en su libro ni en su filosofía vital todo es crítica. Hay también, en su ejercicio de reivindicación de lo útil y lo sencillo, un elogio del reciclaje y del arreglo casero de las cosas que se rompen. «Es algo que da satisfacción. Recomponer algo con tus manos, recuperar cosas que otros tiran y darle otra vida es muy importante».
En ese contexto se entiende muy bien su desapego con el concepto de innovación si no va unido al de mejoría. «El conservadurismo puede llegar a ser un defecto, pero conservar lo bueno no lo es. Cambiar, innovar, solo tiene sentido si se hace para mejorar algo. Innovar por innovar siempre me ha parecido una tontería, y se da mucho». Y cita los coches como ejemplo de perversión del diseño cuando se quita espacio del habitáculo para ganar en aerodinámica «en unas carreteras en las que no se puede pasar de 120 Kilómetros/hora».
¿Y las modas? «No las busco. Si haciendo algo que me parece útil y sencillo lo consigo, pues estupendo. Pero a mí no me aburre ver lo mismo, usar el mismo objeto, si es bueno. Me da una verdadera satisfacción cada vez que lo uso». Una forma de entender la vida que seguramente procede de esa familia noble con educación en la austeridad.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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