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En un globo terráqueo en el que podemos descargarnos en tiempo real una imagen precisa de cualquier playa, montaña y río gracias a los satélites, el gran reto hoy tal vez sea perderse. Es más difícil de lo que parece. Y requiere de un cierto aprendizaje.
El documentalista Daniel Landa (Palencia, 1974) lleva dos décadas mejorando esas técnica desde que hiciera sus primeros pinitos con una ruta Palencia-Singapur que duró dos años. «En aquella ocasión no llevamos GPS. Desde entonces siempre he tenido claro que lo que yo quiero es salirme de la ruta», afirma con un poco de sorna.
Por estas fechas, Landa y su equipo de producción de su empresa Doc&Road andarán embarcados en 'Atlántico', un nuevo proyecto de documentales etnográficos con los que esperan recorrer desde Finisterre hasta el África Occidental. Y desde el extremo sur del continente saltar a la isla Tristán de Cunha, el lugar más remoto de la Tierra (Atlántico sur), antes de acceder a Argentina por su capital austral, Ushuaia.
Tras recorrer todo el continente americano, siempre por la costa que mira a Europa, volverán a cruzar hasta Groenlandia, Islandia, para completar el recorrido en la Europa continental. Y de allí y por Roncesvalles, regresar al fin del mundo, al 'finis terrae': Finisterre.
Serán diez meses de viaje que han necesitado una larga gestación de unos tres años. El complemento a exitosas series documentales previas como 'Un mundo aparte' o 'Pacífico', con las que Daniel recorrió 130 países y se emitieron en televisiones de todo el mundo. 'Un mundo aparte' se convirtió también en su día en un libro. Un auténtico tratado de antropología viajera de 1.030 páginas en las que relataban sus intentos por contactar con las comunidades menos accesibles en cada país al que llegaban.
Dentro de un año cuando regrese, e igual que en los proyectos anteriores, a este periodista, documentalista y editor de libros le gustaría poder decir que «hemos encontrado y, sobre todo, convivido, con el máximo de sociedades posibles». Porque sabe que «estamos ante un gran epílogo de lo que ha sido el mundo. Y nosotros queremos rescatar esas vidas antes de que sea tarde». Esta premisa ha sido la 'gasolina' con la que han recorrido cientos de miles de kilómetros.
Viajes abiertos a lo que surja, siempre dispuestos a dar un volantazo para huir del tópico y la postal. «No seré yo quien demonice el turismo -advierte Landa-. Ahora todo el mundo viaja y dice buscar sensaciones supuestamente auténticas». Sensaciones que suelen tener un precio y cuya plusvalía se reparte entre las agencias, los guías locales y los pueblos que se prestan a ello. Si algo ha aprendido Landa en esas dos décadas de búsqueda es una ecuación que se repite: «La codicia es proporcional al derrumbe de las culturas indígenas».
No disparen, que vamos
Seguramente, esa anhelada autenticidad será mayor en lugares como Papúa Nueva Guinea, donde, en la visita a una tribu, tuvieron que enviar a alguien por delante «para que no nos dispararan». O en las islas Diomedes, repartidas entre norteamericanos y rusos en pleno estrecho de Bering, y donde solo se llega en helicóptero. Dice Landa que es la comunidad más aislada que recuerda.
Familias de esquimales a las que no les gusta que les engatusen, ni les lleven presentes. Pero cuando rompes el hielo, nunca mejor dicho, y «te ganas a la gente, es cuando te vuelves a sentir un poco como los exploradores de antes. Una sensación irrepetible», confirma.
Buscando sensaciones similares pero fuera de sus planes profesionales, sin equipos de rodaje, Daniel Landa decidió volver a África para tratar de conectar con algunas de las tribus menos maleadas de Uganda (los ik) y Ruanda (pigmeos). No buscaba grabaciones pero la motivación no cambia: son ya algunos de los últimos rincones que pueden ofrecer algo bucólico.
A los ik sus vecinos los llaman también los teuso. Son pequeñas comunidades de cazadores-recolectores que han tenido que renunciar a su vida nómada. Antes de las independencias africanas de los años 50 y 60 del siglo pasado se movían con los ciclos anuales entre las montañas Didinga (Sudán), Zingout (Kenia) y el valle de Kidepo (Uganda). Aplicaban pautas ambientales y saltaban de región en región para aprovechar los recursos de cada una sin agotarlos.
La descolonización inventó una geografía que les era ajena. Acabaron confinados en el noroeste de Uganda. La creación del Parque Nacional Valle del Kidepo fue la última estocada.
Los ik se vieron forzados a una vida sedentaria en las montañas Murongole. Es una historia que se repite por todos los lugares del mundo en los que quedan poblaciones indígenas. Casi siempre nómadas, «su conocimiento del mundo es a través del movimiento, de desplazarse». Cuando esto se acaba, entran los vicios externos (alcohol, sedentarismo, enfermedades mentales...).
Como argumenta Daniel Landa «hemos inventado el terrible género de las reservas naturales, pero no sé si es para protegerles o para cuidarnos a nosotros frente a ellos. Son 'alambradas' occidentales que están exterminando culturas enteras».
Llegar hasta los ik con alguna posibilidad de acercarse a sus rituales significa contactar con guías ugandeses que a su vez enlacen con otros de la región de Kidepo que conozcan a las familias una a una. «Les dejamos claro que no queríamos ver una 'performance' de tambores, ni cosas así». Eso supuso semanas de papeleos y contactos. Los permisos incluyen siempre la compañía de algún soldado, algo ya habitual en muchos países africanos. «No percibimos el peligro, pero la frontera de Sudán del Sur no está lejos», recuerda Landa. Y este joven país es siempre un punto 'caliente' de África. Uno más.
A gatas en las chozas
La ignorancia sobre esta tribu es general a pesar de la progresiva apertura a las visitas, e incluso entre los antropólogos. El británico Colin Turnbull dejó escrito hace casi medio siglo que los ik eran una tribu sin ritos, afectos, ni sentido colectivo. Un egoísmo perfecto que les permitía vivir a pesar de sí mismos. «Nada más lejos de la realidad -apunta Landa sorprendido por este diagnóstico-. No hay más que ver sus chozas, pequeñas construcciones apiñadas y mimetizadas con el paisaje en las que hay que entrar y salir a gatas». Aldeas rodeadas por un muro exterior y que a su vez se dividen en vecindarios (los doks).
Más cercano a esta visión, el antropólogo español Francisco Giner también visitó a los teuso. Uno de sus pastores le dijo mirando hacia lo alto del Murongole (2.749 metros) que «aquí en la cima de las montañas somos los reyes del mundo. Tenemos todo lo necesario para ser felices». Este pico es la sede de su dios, Liriguari (mitad hombre, mitad mujer). Ellos dicen que les dio el nacuta, el bastón de cavar y sembrar, y les prohibió matar. La realidad es que son un pueblo que huyó a las colinas para evitar las guerras por el control del ganado con otras tribus como los turkana. Las cifras más optimistas no creen que su población supere los 10.000 individuos.
El mundo por oficina Tras estudiar Comunicación Audiovisual en Navarra, Daniel Landa (Palencia, 1974) salió de su casa a los 25 años camino de Singapur y no ha vuelto. Montó una productora y se buscó compañeros de viaje por Internet. Los documentales de sus aventuras han llegado a más de 130 países. Ahora trabaja en 'Atlántico'.
100.000 kilómetros y 51 países recorrió para hacer su serie 'Un mundo aparte'. Una de las mayores rutas realizada por un equipo de televisión y que fue avalada por National Geographic.
También editor de libros En junio presentó el libro '657 dientes de mono' (Ed. Viajes al Pasado) en la que se rescata la increíble historia de unos hombres en la selva paraguaya en los años 40.
Desde entonces se han especializado en la producción de miel. Hasta el punto de que su poligamia está determinada por el número de colmenas. Un hombre con 50 de ellas es un afortunado que podrá ampliar su familia a razón de entre 5 y 10 colmenas por novia, el precio medio de la dote.
Daniel Landa descubrió a un pueblo que resume algunas de las claves habituales de África: «Escoriaciones y cicatrices rituales en el rostro, una poligamia llevada con mucha naturalidad, siempre en manos del poder del hechicero y con el respeto a los de más edad como fórmula de sabiduría».
Pero también encontró, el 'tumor' que socava la conciencia de estas aldeas: el apetito por los presentes occidentales. «Fue el peor rato que pasamos -hace memoria-. Nos habían aconsejado hacerles algún tipo de regalo. Pero nos insistieron en que lo repartiéramos nosotros mismos. Era algo de ropa, sal y jabón para las mujeres y caramelos para los niños. Empezaron a arremolinarse y aquello terminó en una jauría de niños y mujeres luchando por la rapiña».
Esta inmersión africana acabó con un contacto con los pigmeos de Burundi, otra de esas tribus cerradas hasta hace bien poco pero que empiezan a ser pasto de los buscadores de 'gentes auténticas' a las que 'disparar' sus cámaras. Otro mes de gestiones burocráticas, un tiempo que todavía ayuda a filtrar las llegadas de forasteros.
Un país con un pasado atroz tras el genocidio entre hutus y tutsis. Como les recordó su guía, Hypolite, ahora nadie presume de raza, «nadie saca pecho en un país que perdió el corazón». Lugares en los que se justifica aún más la ley 'Landa', «ir siempre camino de ninguna parte». Aquí también hubo regalo, pero sin conflictos. «Nos dijeron, dadles directamente dinero. Llevéis lo que llevéis, se lo van a gastar en cerveza».
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Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Doménico Chiappe | Madrid
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