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javier guillenea
Miércoles, 29 de enero 2020, 09:21
No hay un libro igual que otro. Podrán tener el mismo título, autor y portada, haber sido publicados por la misma editorial el mismo día del año y haber llegado a la vez a la misma librería, tan idénticos que es imposible distinguirlos. Serán una hilera uniforme en una estantería, un todo indivisible, una misma historia, la que ha surgido de la mente del escritor. Contarán lo mismo, pero solo lo harán una vez. Cuando el lector cierre la última página, ya habrán cambiado. Cada uno de esos libros será diferente.
Uno tendrá una firma en la guarda, otro una dedicatoria. Algunos mostrarán un reguero de páginas con las esquinas superiores dobladas, varias líneas subrayadas con lápiz o –terrible sacrilegio– con bolígrafo, un ramito de flores secas, una huella dactilar marcada a fuego con nicotina, un billete de metro, la estampita de una santa, el cerco rugoso de una lágrima al final de un párrafo o un mosquito aplastado sobre una letra capital. Quizá el lector haya anotado alguna idea al margen o no se haya dado cuenta de que ha empezado a llover mientras leía en la terraza de un bar.
Las gotas habrán sembrado de cráteres el desenlace del capítulo doce, por ejemplo, en el que la pareja protagonista se ve sorprendida por un aguacero y se refugia en un templete cubierto de buganvillas. 'Qué casualidad', pensará la siguiente persona que lea el libro. Justo donde en la novela llueve, también llovió en la vida real. Y puede que dedique un momento a imaginar al anterior lector, dónde estaba aquel día y por qué no se dio cuenta de que sobre él se anunciaba una tormenta. El libro adquirirá así vida propia, ya no será una la historia que cuente sino varias, las que añadan a sus páginas las personas que las lean. Y se puede añadir mucho.
Caso sorprendente
José Manuel Quesada, propietario de la librería de antiguo Alejandría, en Sevilla, relata un hecho extraordinario que le sucedió hace unos cuarenta años a uno de sus compañeros, cuyo nombre nunca ha revelado. Fue un caso tan sorprendente que podría pasar fácilmente por el argumento de una novela. «Compró una biblioteca de varios miles de libros y entre sus páginas encontró un millón de pesetas», recuerda.
Tamaña cantidad de dinero podría haber pasado fácilmente inadvertida y haber acabado tarde o temprano en otras manos, las de las personas que hubieran comprado alguno de los libros, porque no en todos ellos había billetes. «A veces compramos bibliotecas de 20.000 o 30.000 volúmenes y es imposible revisarlos todos uno a uno, por nuestras manos pasan muchas cosas sin que nos demos cuenta», reconoce Quesada. Pero no fue este el caso porque el librero se topó «con el mapa de la isla del tesoro».
Los libreros de viejo han notado un descenso de hallazgos entre las páginas. Atribuyen este hecho a la escasez de grandes bibliotecas que se ponen a la venta, a la competencia del libro digital y a las malas ediciones de los años 80, cuyo papel resiste poco el paso del tiempo.
Encontró un papel con un listado de libros de la biblioteca que acababa de comprar y, por curiosidad, abrió uno de ellos. Entre sus páginas había unos cuantos miles de pesetas. Cuando hizo lo mismo con el segundo, en su interior aparecieron más billetes y en el tercero también, y en el cuarto y en el quinto... «Aquella lista era una especie de plano de los tomos donde había ocultado el dinero», afirma Quesada, que tiene pensado pasar un día de estos por el banco para cambiar por euros algunos billetes de pesetas que ha encontrado entre páginas. «Es que hay gente que guarda el dinero en libros», asegura.
El problema es que tienen que acordarse de dónde lo ocultan.Se puede hacer un plano, como el señor del millón, o también es posible utilizar técnicas más científicas. «Un cliente encontró 2.000 pesetas en un libro que acababa de comprarme y vino a traérmelas.El libro se titulaba 'Quédate con el cambio'». En un primer momento, ambos pensaron en un ataque de generosidad del anterior propietario, pero al final llegaron a la conclusión de que el título de la publicación en la que había metido los billetes le servía «como regla nemotécnica para acordarse de dónde los había dejado». Como parece evidente, aquel sistema falló y el dinero se lo acabaron repartiendo el librero y su cliente.
«Es sorprendente lo que te encuentras», recalca Quesada. Los libros antiguos y de segunda mano son pequeños cofres que no dejan de proporcionar tesoros, como le pasó a Milagrosa Díaz, presidenta de la Asociación de Amigos del Libro Antiguo de Sevilla, cuando halló «la tarjeta de visita de una persona que amaestraba monos». «Hay de todo –añade–, flores secas, estampas religiosas, fotos, postales, billetes de lotería, de tren y cartas, pero estas no las leo por discreción y acabo tirándolas». Por supuesto, también encontró dinero. «Fueron 3.000 pesetas y me vinieron muy bien».
Jardines. Las hojas y flores secas son un clásico entre los objetos que se encuentran en los libros. El papel de sus páginas es un buen lugar para conservarlas, ya que absorbe su humedad.
Lírica. Los recovecos de los volúmenes son idóneos para guardar poemas propios o ajenos. En la biblioteca de la Complutense se conservan algunos como un manuscrito del siglo XIX cuyo comienzo es un ejemplo de romanticismo. «En noche lóbrega», dice su primer verso.
49 pesetas envió en febrero de 1940 Germán García, un vecino de Salamanca domiciliado en el número 22 de la calle La Rúa. El receptor de este giro postal cobró la cantidad y luego olvidó el resguardo en el libro del escritor y diplomático español Diego de Saavedra Fajardo titulado 'Idea de un Príncipe Político Christiano representada en cien empresas'. En los libros que guarda la biblioteca madrileña han aparecido listas de cobros, pagarés, justificantes y hasta los gastos de la fiesta de San Francisco de Borja en 1748.
«Cada libro es un testimonio único, todos cuentan una historia diferente», sostiene Marta Torres, directora de la Biblioteca Histórica de la Complutense de Madrid. La institución guarda en sus estantes una amplia colección de objetos que alguna vez dejaron olvidados los lectores entre las páginas y años después, incluso siglos, volvieron a la vida. Como un papel con el retrato a lápiz de un bibliotecario del siglo XVIII en la hoja de guarda del libro 'Rimas del doctor Bartolomé Leonardo de Argensola'. Junto a la imagen, el autor anotó: «Buen puñetero. Este es el bibliotecario».
«Son libros universitarios», dice Mercedes Cabello en defensa del autor del dibujo, quizá un estudiante de la Complutense disconforme con el trato recibido. Ella fue la comisaria de la exposición 'Cápsulas del tiempo. Objetos encontrados en los libros', que organizó en 2012 la Biblioteca Histórica. La muestra sacó a la luz parte del legado que los lectores han dejado en los ejemplares a modo de marcapáginas. Los naipes del siglo XIX, como el as de espadas encontrado en la 'Continuación de la Historia general de España del P. Juan de Mariana de la Compañía de Jesús', revelan que los universitarios de ayer y hoy tampoco son tan diferentes, las tarjetas de visita e invitaciones permiten reconstruir la vida social de la época, las estampas y grabados religiosos muestran un fervor que los años han ido apagando. Son pistas, pequeñas migas de pan depositadas por generaciones.
Hay libros veteranos de guerra que dan testimonio con sus cicatrices de la barbarie humana. Uno, el 'San Agustín. Operum. Venetiis: apud haeredes Melchioris Sessae', de 1570, muestra la profunda herida causada por un arma blanca. El 'Summae vitiorum et virtutum... Coloniae: excudebat Iohannes Soter', de 1633, aún guarda metralla en su interior. En la hoja de guarda del 'Art du serrurier', un tratado sobre la cerrajería, los bibliotecarios encontraron una carta escrita el 4 de junio de 1937, durante la batalla de Madrid, por un soldado del Batallón de Comuneros de Castilla. «Mi querido primo: desearia que si al llegar ésta en tu poder desfrutases de un buen estado de saluz como yo para mí lo deseo...» (sic), comienza el autor del texto, que se despide de forma contundente: 'Firma uno que sel menean todos los fascistas. Salud'. El soldado no llegó a arrancar la página para enviarla a su destinatario.
«Cada libro es único, todos muestran los distintos avatares por los que ha pasado», insiste Mercedes Cabello. Cuando hojean un nuevo ejemplar, los bibliotecarios y libreros nunca saben qué van a encontrar. «Es emocionante porque detrás hay una vida», explica Marta Torres. Ocurre algo parecido con nuestros propios libros. «Es como cuando abres uno de cuando eras niño y aparece un dibujo tuyo o una flor», dice Cabello.
Tras la sorpresa llega el momento de imaginar, como lo hacen los bibliotecarios de la Biblioteca Municipal de Muskiz, en Vizcaya, que también guardan los objetos encontrados entre las páginas. Muchas veces han imaginado al autor de una campaña de marketing artesanal que en 2013 apareció en el interior de un libro infantil. En cuatro pequeñas hojas azules, una mano desconocida había escrito el siguiente mensaje publicitario: «Vengan a nuestra tienda de pulseras MDC. También incluyen tatuajes, juguetes... etc. La tienda será abierta desde las 17.00 hasta las 20.30 en el bar la plaza. Esperamos su visita».
«Por la letra y por los adornos en las esquinas creemos que es una niña. Los chavales no escriben así», afirma Fernando Juárez, uno de los bibliotecarios de Muskiz. Nunca supieron quién era esa vendedora de pulseras, como tampoco dieron con el dibujante que se dejó entre las páginas de 'El jardín de la oca', de Toti Martínez de Lezea, siete papeles blancos con representaciones prehistóricas de antropomorfos y animales. No conocieron a la persona que el 27 de diciembre de 2008 se dejó entre las páginas de 'Relato de un náufrago', de Gabriel García Márquez, el billete del tren en el que viajaba de Bilbao a Barcelona. Y no lograron averiguar quiénes eran los jóvenes retratados en una foto mientras cumplían la mili.
«De ahí surgen historias, te preguntas quién sería, por qué, si la niña tuvo suerte con la venta; empiezas a darle vueltas a los dibujos y piensas en la persona que los hizo, imaginas las posibles vidas que hay detrás de esos objetos», señala Fernando Juárez. Es como si los lectores hubieran traspasado los límites del papel para convertirse en personajes de una novela, en los amantes de un templete cubierto de buganvillas. «El libro es un artefacto que llevas para leer pero a veces te lee a ti», sentencia el bibliotecario de Muskiz.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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