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En Kakamega, un municipio al oeste de Kenia, tener sed se ha convertido en una maldición. Apenas quedan fuentes de agua limpia donde aplacarla. La deforestación provocada para despejar el camino a la actividad agrícola y la contaminación que genera desde hace décadas la producción de una vieja papelera las han secado o las han envenenado. Frederick Dharshie Wissah ha atrapado con su cámara a un niño volcado sobre un charco bebiendo agua sucia, del mismo modo en que lo haría un animal salvaje. En Kakamega, ese es un gesto cotidiano y, también, una garantía de transmisión de enfermedades diarreicas como el cólera, la fiebre tifoidea o la disentería.
En otro punto de África, Neville Ngomane ha capturado las «medidas desesperadas» que los responsables de una reserva tienen que llevar a cabo para mantener con vida a los rinocerontes y preservar así la agonizante especie de su extinción. Consiste en inmovilizar a esos colosos, uno por uno, desenfundar la sierra eléctrica y rebanarles sus cuernos. Así, cada doce, trece o catorce meses, que es el tiempo que tarda en adquirir de nuevo un tamaño relevante. De esta manera, los ponen a salvo de los cazadores furtivos, quienes los persiguen y matan para arrancarles su gelatinoso atributo y venderlo luego en el mercado negro asiático. Allí, millonarios primitivos pagan hasta 60.000 euros el kilo de exótico y sangriento elixir.
En el humilde barrio de Bandra, en Bombay, un pescador de cuarenta años se encontraba en su casa cuando una impetuosa corriente de agua salada lo sacó violentamente para arrastrarlo calle abajo. Por suerte para él, unos compañeros lograron rescatarle de la furiosa invasión marina. La megalópolis india, una ciudad portuaria de la costa occidental en la que se estima viven más de 22 millones de personas, es una de las urbes del planeta más amenazadas por el incremento del nivel del mar que propicia el deshielo de los polos. Tanto las autoridades locales como los ciudadanos ya han constatado de manera brutal el devastador efecto del aumento de las temperaturas terrestres y marítimas en la ciudad.
«Creo que el cambio es un fenómeno constante. Hoy se manifiesta en el clima. Como fotoperiodista, veo cómo se despliega ante mis ojos de todas las formas. He visto sequías, lluvias excesivas, veranos cada vez más calurosos y también inviernos cada vez más fríos», relata SL Shanth Kumar, autor de la sobrecogedora instantánea. «Creo que este cambio no es bueno y que debemos actuar ahora. De lo contrario, impactará contra las generaciones futuras», avisa.
Su fotografía de una furibunda marea alta penetrando en Bombay y sacando violentamente a un vecino de su hogar le ha convertido en el Fotógrafo Medioambiental de 2019. El fallo se ha dado a conocer esta semana en Nueva York, en el marco de la Cumbre de Acción Climática celebrada por la ONU. La impresionante colección de imágenes presentadas a concurso constituye un angustioso retrato del impacto destructivo que tiene la necedad del ser humano sobre sí mismo y sobre la fauna y la flora.
CIWEM, la Institución Colegiada de Gestión Ambiental y del Agua, un organismo independiente dedicado a asesorar a profesionales del agua y el medio ambiente, está detrás de la competición. Su objetivo es, por un lado, inspirar en los líderes políticos y en los ciudadanos el giro necesario para frenar el cambio climático. Por otro, y en su calidad de entidad benéfica, apoyar a la comunidad formada por miles de miembros y organizaciones en más de 89 países que se dedican a mejorar la gestión de estos recursos en beneficio de las personas.
«El cambio climático es el tema definitorio de nuestro tiempo y ahora es el momento de actuar. Necesitamos ver la acción de todos los sectores de la sociedad. Este concurso muestra con realismo cómo las personas se ven afectadas en todo el mundo y tiene como propósito difundir un mensaje importante para inspirar un gran cambio de actitud y de hábitos», jalea Terry Fuller, director ejecutivo del organismo.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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