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Don Walsh (en primer término) y Jacques Piccard, en su descenso a lo más profundo de la fosa de las Marianas. R. C.
Un gran paso hacia el abismo

Un gran paso hacia el abismo

Hace 60 años, Walsh y Piccard se metieron en el batiscafo 'Trieste' y bajaron 11 kilómetros para alcanzar el punto más profundo del océano. Aún faltaba una década para que el hombre llegara a la Luna

Sábado, 1 de febrero 2020

Hace solo unos meses, un individuo llamado Victor Vescovo (Dallas, EEUU, 1966) tuvo la osadía de batir un récord que llevaba siéndolo desde 1960. El 28 de abril del año pasado, este empresario y oficial naval retirado descendió en el sumergible 'DSV Limiting Factor' hasta el 'Abismo Challenger', como se conoce al punto más hondo bajo el mar, en la fosa de las Marianas, en el Océano Pacífico, alcanzando 10.928 metros. Es decir, que si 'plantáramos' allí abajo el monte Everest, la cumbre quedaría aún a dos kilómetros de la superficia. A los 7.000 metros, Vescovo vio un 'gusano cuchara' y unos mil más abajo, un caracol rosado. Al tocar fondo, fue recibido por una bolsa de plástico y envoltorios de dulces que confirmaban que al ser humano, tristemente, su reputación le precede. Se convertía en la persona que ha llegado a mayor profundidad, desbancando por tan solo 17 metros al hombre que aguardaba nervioso arriba, en un barco mecido por las olas. Hablamos de Don Walsh (EE UU, 1931), 87 años en ese momento, superviviente de la primera inmersión a este abismo, de la que se acaban de cumplir, el 23 de enero, 60 años. Entonces, nuestra basura aún no había llegado tan lejos. Walsh, uno de esos hombres que se atrevían con aventuras que hoy, infinitos avances tecnológicos más tarde, no tienen comparación posible. Héroes que dejan pequeñitos a los actuales.

Y eso que Walsh, al contemplar por primera vez el 'Trieste' que habría de bajarle a la sima, no lo veía tan claro: «Pensé para mí mismo que nunca entraría en esa cosa...», admite. Se refería al batiscafo diseñado por el inventor y explorador suizo Auguste Piccard, padre del que fue su compañero de inmersión, Jacques. Un batiscafo (del griego 'bathus', profundo, y 'scaphos', barca) es un sumergible que necesita de un barco para ser transportado, bajado e izado y que está preparado para explorar las profundidades marinas; puede descender hasta 40 veces más hondo que un submarino, es decir, soportar grandes presiones. El de Vescovo, por ejemplo, aguanta hasta 1.000 bares, que es como colocar 50 aviones sobre una persona. Solo para dar una idea de la hazaña que supuso que hace tanto tiempo dos personas se jugaran el tipo por emprender un viaje que no era seguro que acabara bien. De hecho, la presión les jugó una mala pasada que pudo haber terminado en drama.

Algunos datos

  • Más tiempo en la Luna Según José Carlos Báez, del Instituto Español de Oceanografía, desde 1960 solo cuatro seres humanos han bajado a aquella profundidad, y en tres ocasiones, sumando menos de 20 horas. Por el contrario, 18 astronautas han llegado a la Luna seis veces, con 224 horas de estancia en nuestro satélite. Por tanto, hemos estado diez veces más tiempo allí arriba que en el mar más profundo, «lo que muestra la gran dificultad técnica que entraña un viaje de tales características».

  • Nueve horas duró el primer viaje al 'Abismo Challenger', a 320 kilómetros al suroeste de la isla de Guam, en las Marianas. Las últimas mediciones hablan de 10.994 metros de profundidad, aunque aquel viaje alcanzó, según unas correcciones hechas en 1995 los 10.911 metros. El descenso tardó cinco horas, Walsh y Piccard estuvieron en el fondo 20 minutos, y en tres horas y cuarto llegaron arriba. En 2012, James Cameron llegó a los 10.908 metros, y en 2019, Victor Vescovo rompió el récord del 'Trieste' al posarse a 10.928.

  • El 'Trieste' Con 18 metros de eslora (largo), 3,35 de manga (anchura) y 5,4 de puntal (altura), pesaba 50 toneladas sin gasolina y 150 cargado. Dos tripulantes cabían en su esfera de acero (en la parte baja o 'barriga' del sumergible) de 13 toneladas y un grosor de pared de 10,5 centímetros.

Aunque nadie quisiera pensar en eso aquel 23 de enero, cuando Jacques Piccard (1922-2008), el ingeniero y oceanógrafo suizo alto y flacucho, se apretó dentro de aquella cápsula junto al oficial de la Marina estadounidense Don Walsh. Eran las ocho de la mañana, hacían falta tres horas y media para descender y otro tanto para subir y emerger antes de que oscureciera, pues aún debían ser remolcados hasta puerto, en este caso el de Guam, una isla del archipiélago de las Marianas... En medio de las celebraciones en su país para conmemorar este aniversario, el capitán Walsh recuerda para este periódico aquella historia, con la humildad y modestia que suele encontrarse en aquellas personas que más pueden presumir.

¿Qué sintió cuando cerraron sobre sus cabezas la escotilla del batiscafo para comenzar el descenso? No sé si es creyente... ¿Rezó? ¿Pensó en su familia?

– Yo era un oficial de submarinos en la Armada, así que estaba acostumbrado a lugares pequeños. No tuve problemas para encajar dentro de la esfera. Piccard, con sus 2 metros de altura, tuvo más dificultades, pero nunca se quejó. Cuando comenzamos la inmersión más profunda, experimentamos una sensación de alivio. Nuestro pequeño equipo había trabajado día y noche seis meses para llegar donde estábamos. Así que, en ese momento, lo deseable era continuar con el trabajo hasta el final. No hubo oraciones ni pensamientos familiares, solo estábamos centrados en aquello.

Nervios de acero

Llegar hasta allí había costado mucho trabajo y dinero. De hecho, la invención y las pruebas de inmersión realizadas por los Piccard antes de aquella increíble aventura se habían dado de bruces contra el muro económico, intentando conseguir financiación que nunca era suficiente. Hasta que intervino la Armada estadounidense y propuso aquel descenso al infierno abisal. Walsh era un teniente de submarinos destinado en tierra y con un gran deseo de sumergirse de nuevo cuanto antes –«¡Tenía que encontrar la manera de volver al mar!»– cuando se enteró de que había sido seleccionado para lo que bautizaron como Proyecto Nekton (nombre de una categoría de plancton): «Fue algo emocionante para un submarinista cuyo conocimiento de las profundidades del océano estaba determinado básicamente por la profundidad de prueba de nuestro barco y la batimetría costera donde podríamos estar operando. El último submarino en el que había servido tenía una profundidad operativa máxima de 90 metros. Con el batiscafo no solo estábamos hablando de decenas de metros, sino de miles de ellos... ¡casi once kilómetros!».

Juan Jesús Bellido, biólogo e investigador del Aula del Mar de Málaga, quiere hacer hincapié en que, pese a que disponían de la tecnología necesaria, quedaba el factor humano: «Habría que ponerse en la piel de los dos exploradores cuando la luz exterior se desvaneció y los marcadores de presión y profundidad no dejaban de subir, mientras que bajaba el de la temperatura. Hay que tener nervios de acero para estar ahí sentado, en silencio y rodeado de la más profunda oscuridad, mientras que la nave va descendiendo metro a metro».

Comparte esta opinión José Carlos Báez, investigador del Instituto Español de Oceanografía: «Dos personas en un espacio tan reducido durante todas las horas de bajada, estancia y subida, puede costar los nervios a más de uno. Profesionalmente me dedico a la biología marina, buceo frecuentemente por ocio y trabajo, y no sé si me veo con la templanza necesaria para soportar esas condiciones de claustrofobia». De hecho, astronautas de la NASA suelen pasan semanas sumergidos a 18 metros bajo el mar como entrenamiento para viajes espaciales.

Después de largos meses de adaptaciones sobre el 'Trieste' inicial y múltiples pruebas, llegó el día señalado. Las condiciones meteorológicas no eran las mejores, con olas de seis metros que dificultaban la llegada de los 'acuanautas' desde los barcos hasta el batiscafo: «Afortunadamente, los buzos confirmaron que solo hubo daños menores por el viaje de remolque. Alrededor de las 8.00 estábamos listos y cerramos la pesada puerta de entrada tras nosotros. Para las 8.30 estábamos en camino. Ya bajo la superficie, el viaje fue mejor y el descenso continuó sin problemas. Entre los 100 y los 150 metros nos topamos con algunas termoclinas (capas donde la temperatura del agua era muy diferente) fuertes y nuestro 'globo' simplemente rebotó sobre ellas. Poco a poco aumentamos nuestra velocidad de descenso, ya que era importante que volviéramos a la superficie con suficiente luz del día para preparar a 'Trieste' para el remolque de regreso a Guam. Eran cosas que no queríamos hacer en medio de la oscuridad en alta mar».

Explosión y grieta

Poco a poco aquella siniestra oscuridad se los fue tragando. Entre los 1.200 y los 2.000 metros, un par de sistemas del batiscafo comenzaron a «llorar algunas gotas de agua», como dice Walsh: «El remedio era simple. Si las gotas aumentaban con la profundidad, la inmersión terminaría y regresaríamos a la superficie». Pero no. Y continuaron un viaje que, según Walsh, resultó incluso un poco aburrido... Hasta el gran susto a los 9.450 metros:«El 'Trieste' fue sacudido por una explosión silenciosa. En el pasado tuvimos algunos componentes externos muy pequeños que fallaron, pero esos eventos produjeron sonidos más agudos de implosiones. Este ruido era mucho más bajo en tono, como si algo grande se hubiera roto. Verificamos las lecturas de los instrumentos y todo parecía estar bien».

–¿Fue ese el momento de más tensión, cuando escucharon el ruido a 1.500 metros del destino?

– Lo que más temíamos era fracasar después de todo el trabajo duro y decepcionar a nuestros jefes de la Armada, que nos brindaron gran apoyo. A esa profundidad, si pudimos escuchar la explosión es que todo iba bien, porque de lo contrario, si algo hubiera ido mal, el océano habría entrado aplastando nuestra pequeña nave y habríamos muerto instantáneamente.

El batiscafo 'Trieste' es izado del agua, Piccard y Walsh viajaron en la esfera de la parte inferior. R. C.

–Solo vieron el resultado de esa explosión, la grieta en la ventanilla acrílica curva en el fondo del tubo de entrada, cuando comenzaron el ascenso. Si la hubieran descubierto antes, ¿habrían pensado en darse la vuelta?

– No, no era nuestro límite de presión y no era crítico para la misión.

Sabían la profundidad aproximada a la que estaba su meta, aunque las ganas hacían que Walsh se preguntara una y otra vez: «Pero, ¿dónde está el fondo?». Descendían muy despacio cuando vieron el reflejo de sus luces en el fondo. Allí estaba el suelo del abismo, el instrumental marcaba 11.521 metros, aunque mediciones posteriores fijan aquel hito en 10.911 metros. «Justo antes de aterrizar, Jacques me pidió que mirara por la ventana y me dijo: '¿Ves ese pez en el fondo?'. Era un pez plano como un pequeño lenguado o halibut de color blanquecino y de un pie (unos 30 centímetros) de largo. Encontrar formas complejas de vida allí abajo nos dejó boquiabiertos. Aunque muy breve, fue una observación muy importante. Nos dijo que había un vertebrado de orden superior viviendo a esta profundidad máxima. También que si había uno, habría muchos. Y que allí se encontraban suficientes nutrientes y oxígeno para mantener la vida en aquella fosa». «Al aterrizar, nos dimos la mano y compartimos nuestros sentimientos de alivio y alegría», añade.

Para Báez, lo más importante, aparte de la descripción de algunos peces planos e invertebrados y las 400 cepas de microorganismos que aislaron del lecho del sedimento, es que demostraron que «la vida era posible a tales profundidades y que existía todo un ecosistema con adaptaciones fisiológicas increíbles para soportar esa presión; es asombroso que allí haya vertebrados».

Walsh, a la izquierda, abraza a Vescovo, que acababa de batir su récord de profundidad, en 2019. R. C.

Nuevas especies y... vieja basura

Solo dos personas más (cuatro en total) han bajado hasta lo más profundo del mar. Tuvo que pasar medio siglo para que alguien se atreviera a repetir la gesta de Piccard y Walsh. El 26 de marzo de 2012, el director de cine canadiense James Cameron, obsesionado desde niño con el fondo del océano, condujo el 'Deepsea Challenger' hasta aquel abismo que solo habían contemplado dos personas, y se convirtió en el primer ser humano en lograrlo en solitario, aunque no llegó a batir el récord; se quedó a 10.908 metros, tres menos que los pioneros.

Cameron, que en 1989 ya había dirigido la película 'The Abyss' (el abismo), se metió en una esfera de un metro de diámetro con paredes de 6,4 centímetros de grosor, y llevó su sumergible (7,3 metros de eslora por 2,4 de manga y 12 toneladas) hasta el fondo en dos horas y media, estuvo allá abajo otras tres recogiendo muestras (70 especímenes nuevos para la ciencia) y subió. Encontró «un mundo totalmente alienígena. Es como la Luna», resumió entonces. Explicó que solo pudo recorrer unos pocos metros de un territorio desconocido al que se le supone el tamaño de Norteamérica. «Soy un mono curioso y necesito ir y ver por mí mismo», dijo Cameron para explicar su obsesión, empecinamiento y osadía.

El biólogo del Aula del Mar de Málaga Jesús Bellido también se quedó prendado de aquella aventura primigenia siendo solo un crío:«Tengo recuerdos de mi niñez de un libro de curiosidades naturales y científicas que teníamos en casa, donde pude conocer por primera vez esta hazaña. Había un dibujo; al final de una larga columna negra aparecía una pequeña mancha amarilla en la que estaba dibujado el interior del 'Trieste' con sus dos ocupantes. También aparecían ilustraciones de las alucinantes especies que viven en las zonas más profundas y oscuras. Esa página tenía gran poder sobre mí. Volvía a ella una y otra vez. Era ver otro mundo», rememora. En un momento en el que todo el mundo miraba hacia la Luna creyendo que la Tierra escondía ya pocos misterios, «el 'Trieste' nos recordó que quedaba mucho por conocer 'en casa'».

Algo similar pensó el explorador y oficial naval retirado Victor Vescovo cuando el año pasado decidió atreverse por tercera vez con este viaje. Tripulando en solitario el 'DSV Limiting Factor' (4,6 metros de eslora, por 1,9 de manga y, 3,7 de puntal, 9 centímetros de grosor de la cabina y 12,5 toneladas), el 28 de abril de 2019 alcanzó la mayor profundidad visitada jamás por el ser humano: 10.928 metros. Allí descubrió especies nunca vistas, pero también otras bien conocidas: posados en el fondo vio objetos angulares de metal o plástico, uno de ellos con algo escrito:«Fue muy decepcionante ver la contaminación humana en el punto más profundo del océano –admitió– . No es un gran depósito de recolección de basura, a pesar de que se trata como tal».

Bellido reconoce que «es triste y preocupante constatar que somos capaces de generar impactos negativos en lugares a los que apenas somos capaces de acceder. Podemos estar seguros de que la llegada de plásticos y otros elementos a los fondos abisales va a tener un efecto en los procesos naturales que allí se desarrollan. La incorporación de metales pesados y microplásticos a las cadenas tróficas marinas ya es una realidad, el efecto de la acidificación sobre los corales, el desplazamiento de especies por el calentamiento global… No necesitamos más señales. Es hora de actuar».

Tras veinte minutos en los que el sedimento levantado por el batiscafo les impidió sacar fotografías (solo hubo una de ambos con las banderas de sus países porque la revista 'Life' había instalado una cámara dentro de la esfera en la que viajaban con la que se hicieron lo que ahora se llama 'selfie'), iniciaron el ascenso comiendo un par de chocolatinas; Walsh eligió la marca estadounidense 'Hershey's' y Piccard, la suiza 'Nestlé'. «Un poco de orgullo nacionalista a once kilómetros de profundidad», confiesa el primero.

«Walsh y Piccard vieron lo que ningún ojo humano había visto antes –resume Bellido–. Descubrieron que, en lo que a nosotros nos parece un lugar frío e inhóspito, la vida se abre paso con fuerza. Es algo que nos debe dar esperanza: la vida, a pesar de todos los obstáculos, siempre tiende a prevalecer y expandirse. Por tanto, si en lugar de perjudicar a la naturaleza nos dedicamos a protegerla, otro escenario es posible en el futuro cercano». Tres horas y media después, los aventureros llegaron arriba. El mar estaba más revuelto, pero no tanto como para aguar la fiesta de los dos seres humanos que habían visto por vez primera el aspecto que tiene la cara oculta de la Tierra.

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