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Asuntos tan determinantes como la dimisión de Carlos Arias Navarro en la presidencia del Gobierno y el nombramiento de Adolfo Suárez tenían aquel verano del 76 una importancia, siendo benévolo, insignificante.
Cuando apenas se ha superado una década de vida lo verdaderamente importante es subirse a la bicicleta y dar pedales hasta el infinito y más allá, abrazar a los primos como si nunca los hubieras visto, llegar tarde a la merienda porque era mucho más importante jugar con los amigos y, por supuesto, ver el mar. Esto sí que era importante.
¿Quién era Adolfo Suárez? Hay preguntas que no merecen ni la más mínima atención cuando se está dispuesto a vivir el verano de su vida. Y aquel, como el anterior y como el siguiente, estaba destinado a serlo de principio a fin.
En la familia Calvo nos habíamos subido por entonces al carro de la modernidad. Teníamos un Seat 600 (LE-56486, jamás olvidaré aquella matrícula), y ese prodigio técnico, armado con el más moderno equipamiento que uno podría imaginar (eso incluía 'radio cassette' como lujoso extra) era un billete abierto para poder ir a cualquier lugar.
En mi caso, 'cualquier lugar' era el Soto de Boñar o, como destino lejano, la playa de San Lorenzo, en Gijón. Hay momentos que suponen un éxtasis de felicidad y, de largo, ver de nuevo el mar era el más especial. Si, el mar. El mismo mar del último verano y con fortuna el mismo mar que vería un año después.
Y allí estaba, delante de mí, con su enorme grandeza, Gijón, y su mar, y por supuesto su playa. No nos engañemos. Mientras mis padres y mis tíos veían en aquella inmensa zona de arena no pocos problemas (ubicar la sombrilla, organizar la comida, atender a los pequeños) en mi caso siempre fue un enorme parque temático donde casi todo era posible.
A eso ayudaba la presencia de Fernando, mi primo y compañero de batallas, y con algo de distancia mi hermano y mi otro primo (Alberto y José Ángel, respectivamente) que con la diferencia de edad no veían tan apasionante hacer 'lanchas' de arena para intentar impedir inútilmente el avance de las olas, cavar profundos túneles o (qué malvados) hacer trampas en la arena para comprobar cómo los bañistas despistados metían en ellas los pies. Gijón y su playa era aire fresco para el resto del año y un saco de recuerdos a administrar durante los meses venideros. Y allí se sumaron los recuerdos, uno tras otro, como si nunca se fueran a detener: las lecciones sobre la vida de mi tío Ángel, la complicidad de dos hermanas casi gemelas (Herminia y Josefina) o el enorme interés de mi padre (Herminio) por inculcarnos a todos la cultura del trabajo diario.
Fueron días formidables, envueltos en el ajetreo de un pequeño piso donde la convivencia era mitad una locura, mitad un enorme gusto familiar.
En el mismo Seat 600 que nos acercaba a Asturias en dos horas y media nos devolvía entre lágrimas a la realidad. Las vueltas de aquellas vacaciones siempre fueron un paño de lágrimas.
La pena, si acaso, era aliviada por el encanto de la vuelta al pueblo (Oteruelo), el reencuentro con 'los otros primos', los venidos de Bilbao, y por las excursiones del fin de semana al Soto de Boñar o al entorno del Porma. Hasta allí también se iba en el Seat 600, siempre cargado hasta los topes y con un intenso olor a tortilla y filetes recién fritos en el interior.
Las risas con aquellas primas que siempre tenían mil batallas para contar, Arancha y Ana, son tan inolvidables como la temperatura del agua. ¡Qué fría! El verano era tan intenso que, hubo momentos, que parecía interminable. Fue el verano de mi vida y quizá por ello los recuerdos siguen presentes, envueltos por fotos en color y blanco y negro.
Bueno, también ocurrió algo con un tal Adolfo Suárez. Para los mayores parecía importante...
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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