Papá cerró el bar cuando llegó septiembre (desde que inaugurara el negocio, año y medio atrás, no había podido tomarse unos días libres) y nos fuimos al sur de vacaciones (o de veraneo, como decía el abuelo Chindo). Fue el primer viaje largo que ... hicimos en el Renault 18, un GTS verde clarito, metalizado y reluciente, que podía alcanzar los ciento ochenta por hora. Nos habían invitado a sus respectivos pueblos Jesús, el de Morón, que ya estaba licenciado de la mili, y José, otro guripa del RACA 41 –este de Huelva– al que apodaban el 'Chispa' porque era electricista. Más de un bocadillo de tortilla le había llevado mi padre al calabozo del cuartel cuando estuvo haciendo el servicio militar, en la misma época que Jesús.
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Salimos de Segovia de madrugada, con la fresca, y yo tiré dormido hasta Córdoba; mucho tiempo, pues bajar a Andalucía era todavía un tormento, sobre todo si había que abrirse paso por Despeñaperros, con la de camionazos que subían y bajaban por aquel desfiladero de puntiagudos peñascos y carretera sinuosa. En Córdoba no teníamos a quien visitar, pero nos quedamos a ver la Mezquita y el puente romano, tan bonito, sobre el Guadalquivir. Papá decía que en el asfalto de la calle podía freírse un huevo sin necesidad de echar una gota de aceite, y mamá no dejaba de darme agua porque temía que me deshidratara. Pernoctamos en el hotel El Gran Capitán.
La siguiente parada estaba en Morón de la Frontera, setenta kilómetros más allá de Écija, otro horno. Recuerdo la llegada, las vueltas que dimos hasta encontrar la casa de Jesús, el blanco deslumbrante de las fachadas… El exmilitar estaba en la puerta esperándonos junto a su novia, María. Nos abrazó y nos besó, y presentó a mis padres como los responsables de la mili tan estupenda que había pasado en la fría y lejana Segovia. Los familiares de 'Ozú' (así lo llamaba yo, imitando de mala manera su acento andaluz) eran gente sencilla y hospitalaria. Gente de verdad. Se desvivieron durante el tiempo que estuvimos allí, que no fue mucho, y aprovecharon para enseñarnos Sevilla entera: la Giralda, la Torre del Oro, la plaza de España y el parque de María Luisa, con sus revoltosas palomas, que se me posaban en cabeza y brazos... Cuando Jesús y María se casaron, no sé si al año siguiente, nos devolvieron la visita y estuvieron varios días alojados en mi casa. De Morón me acuerdo, amén del pobre gallo apaleado de la leyenda, de la torre de huevos rotos con papas que la madre de Jesús me puso en el plato. Cuando salía de veraneo, hasta comía bien.
La meta de la ruta era la costa onubense, porque queríamos disfrutar unos días del Atlántico y de su salobre brisa. («No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla», escribió Azorín con belleza y razón). Primero estuvimos en Gibraleón, el pueblo del Chispa, pero el hotel lo teníamos en Punta Umbría, cerca de la playa. Pato Amarillo se llamaba. El Chispa y su novia nos llevaron a Huelva, la capital, donde a papá lo abrasaron a picotazos los mosquitos, y a Isla Cristina, a comer coquinas y camarones. En Ayamonte, junto a la raya de Portugal, cogimos un barco que nos permitió cruzar el Guadiana y visitar Vila Real de Santo António, primer pueblo del país vecino, al otro lado de la frontera. Pasamos la aduana y empleamos la tarde en ver los tenderetes de toallas, trapos y baratijas. Yo me conformaba con haber podido observar, entre curioso y divertido, los pulpitos sonrosados que flotaban en el agua, al paso del barco. Otra tarde nos enseñó el Chispa la gruta de las Maravillas, en la sierra de Aracena. ¡Qué preciosa era! Miraba, absorto, las enormes estalactitas y el agua cristalina de la cueva e imaginaba terroríficas escenas de murciélagos chupasangres. Con el Chispa y su novia, vino a la excursión una sobrinita muy guapa que tenían, más o menos de mi edad, y lo pasamos en grande las tres parejas –las dos adultas y la menuda–, aunque no tuve tiempo de enamorarme de la chiquilla. Tampoco pensaba yo, a punto de cumplir los siete años, en esas cosas.
Fueron muy felices aquellos días del verano del 79 junto a papá y mamá. O, al menos, así los recuerdo yo. Felices, refulgentes y azules.
–¿Sabes, Carlitos, por qué esta tierra tan bonita se llama Andalucía? –me preguntaba papá, graciosillo, cuando íbamos en el coche.
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–No.
–Pues verás: había una niña que se llamaba Lucía, y su madre, todos los días, no dejaba de mandarle cosas: «Anda, Lucía, haz esto; anda, Lucía, haz lo otro; anda, Lucía, ve allí; anda, Lucía, ven aquí», y en este plan.
Yo me moría de la risa.
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