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Es gracioso esto de escribir sobre el mejor verano de mi vida porque todos los años en septiembre exijo a mis hijos (tengo varios) que resuman en un folio sus vacaciones. Después de dos meses sin dar un palo al agua suelen protestar, así que les cuento el cuento de que es para meterlo en una cápsula del tiempo. Me pongo pesado con que en el futuro me lo agradecerán, les aburro con la matraca de que yo lo hice en el pasado y resultó ser fantástico… y si se ponen farrucos les obligo a escribirlo en inglés. Al principio no se enteran, pero con los años caen en la cuenta de que les sirve para preparar la reentrada en el cole, donde casi siempre el profe les pide algo parecido.
Con 40 redacciones veraniegas en una carpeta, esto va de buscar la mejor, ¿no? Como si así fuera más fácil. El otoño, el invierno y la primavera forman un largo periodo de oscuridad en el que el trabajo y la rutina lo llenan todo y solo ofrecen momentos puntuales de disfrute. El verano y las vacaciones son, para la mayoría de quienes tenemos la suerte de vivir en un país desarrollado, el periodo más memorable del año.
Yo tuve una tía rica y excéntrica, como en las películas. No me lo invento: era hermana de mi abuela y contrajo matrimonio con un industrial barcelonés. Vivían en una casa en la confluencia de la Diagonal con el Paseo de Gracia, qué tíos, y una hija de la edad de mi madre. Nos invitaba a su 'torre' (en Cataluña, casa de campo o recreo) de Castelldefels y ella se iba al chalet del Ampurdán. Venía a vernos una vez en el mes que pasábamos con toda la finca, frontón y piscina incluidos, en exclusiva. Llegaba con su turbante y sus pantalones blancos de pata de elefante, sus enormes gafas de sol y sus cigarrillos mentolados en boquilla nacarada. Siempre traía un delicioso rape alangostado y nos llenaba el frigorífico de 'pepsis' y 'trinas' de naranja y limón. Los tres hermanos la adorábamos, con su halo misterioso y sus historias de un mundo de lujo y fantasía desconocido para nosotros, que contaba en un castellano incomprensible con aquel acento tan catalán.
El veraneo de los Blanco comenzaba todos los años el 1 de julio y duraba hasta el 31. En la empresa de papá no se enredaban con fracciones. A las ocho de la mañana, con el coche ya cargado, arrancábamos a por los 700 kilómetros que nos separaban del mar. «Señor, danos un buen viaje» y a tomar posiciones en el asiento de atrás para un trayecto de doce horas sin cinturón de seguridad ni aire acondicionado. Por carreteras ochenteras que atravesaban ciudades, municipios y pueblos; montes burgaleses de más de mil metros de altitud; aldeas riojanas; desiertos aragoneses y, de pronto, autopistas catalanas, nudos de circunvalación nunca vistos en Castilla, cinturones urbanos, carteles en lengua extraña…
Castelldefels es una colección de infinitas aventuras, de descubrimientos diarios de rincones fabulosos dentro y fuera de la finca, de jornadas memorables rematadas con sesiones de cine al aire libre, cucuruchos de patatas fritas y felicidad en estado puro. Un no parar de baños y juegos, de bicis y pandillas callejeras, de pollos asados 'al ast' y quioscos donde vendían cómics en inglés. Siete veranos en familia pasé en aquel paraíso de sol y playas en las que estaba permitido el toples.
El año en que cumplí 18 decidí que ya estaba bien de Castelldefels. Había llegado al fin de la infancia y era hora de que mis padres lo entendiesen. Encontré una academia de verano para niños suspendidos que me aceptaba como profesor de inglés. Así fue cómo, para estrenar mi mayoría de edad, me quedé solo en casa mientras mi familia respetaba la tradición veraniega y viajaba el mes de julio a Barcelona. Aquel fue el mejor verano de mi vida.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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