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Javi Burriel pule en compañía de su gata las caberas, las varillas que van por fuera del abanico, en su taller en Aldaia Jesús Signes
Fabricantes de aire

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Aldaia, en el cinturón de Valencia, lleva 300 años creando abanicos. Los Burriel hacen las máquinas con sus propias manos

fernando miñana

Domingo, 8 de septiembre 2019, 08:41

Una gata puesta de perfil da la bienvenida con un maullido a la entrada de la fábrica de Abanicos Burriel. No hay nadie más. La nave parece excesiva para Dani y Javi Burriel, que son los dueños pero también los trabajadores de la empresa, aunque lo cierto es que tampoco sobra espacio. Todo está lleno de máquinas con las que cortar o pulir la madera. Y en el suelo se deposita el serrín con un tono rojizo sobre el que parece que vaya a deslizarse un pie de Rafa Nadal. Allí se mantiene el estilo artesanal de fabricación que se está perdiendo y que resiste en esta población de unos 31.000 habitantes donde es fácil pasar junto a escaparates que lucen abanicos desplegados como el plumaje de un pavo real. Aldaia, que conserva la fabricación de este instrumento para darse aire, ya casi es una rareza en España y hasta en Europa.

Todo empieza en un tablón. Unas maderas provienen de Sudamérica, como el palo santo o el palo rosa, y otras, como el ébano, el sipo o el maobi, de África. Esa tabla se corta para hacer las varillas. «La máquina la hemos hecho nosotros con nuestras manos», advierte Dani, que no deja fotografiarla «para que no la copien los chinos». No existen máquinas para hacer abanicos y se las tienen que ingeniar.

Las medidas se toman con una vara que llaman 'pulgadero'. «En el abanico todo se mide con pulgadas. Está la británica y la francesa, pero la de aquí no coincide con ninguna de las dos». En estas fábricas todo se rige por lo que se podría denominar 'la pulgada de Aldaia'. «Y cuando en otra fábrica necesitan las medidas, vienen, me piden el pulgadero y se hacen uno idéntico, a mano, como este».

Abanico. Arriba, algunas herramientras, incluido un 'pulgadero', con una medida de pulgadas única en el mundo. Debajo, en pleno trabajo. A la derecha, Dani y Javi Burriel sujetan un par de sus abanicos.

«Aquí todo se mide por pulgadas. Pero no usamos la francesa ni la inglesa sino una nuestra»

Junto a las máquinas hay unas butacas antiquísimas. La fábrica, en realidad, parece sacada de 'Cuéntame'. Con ese taller atemporal, los sillones 'de la abuela' recogidos de contenedores , un teléfono de los de girar la rueda con los números colgado de la pared y una linterna de cuando se iba de campamento con cantimplora y botas Chiruca. Lo del teléfono es un guiño a su padre, que tenía uno idéntico en el antiguo taller y tomaba nota de los números de clientes y proveedores escribiéndolos con un lápiz sobre la pared blanca.

Su padre, que murió hace tres años, se llamaba Salvador Burriel y aprendió el oficio empleado para otro fabricante. En 1964 fundó su propio negocio y, en compañía de su mujer, Pilar Castellano, que pintaba las telas, levantaron una firma que sigue en pie 55 años después. Cuando había muchos encargos, cogían a los chavales en cuanto salían del instituto y los ponían a bregar. Como se hacían entonces los abanicos, se hacen ahora. Algunos de los especialistas que completan su trabajo son los mismos, virtuosos de 60, 70 y 80 años que se han convertido en algo así como una especie en peligro de extinción. Porque con ellos puede morir el oficio. Gente como Conchín Andrés Guzmán, de 82 años, una institución que comenzó como enteladora a los 15. Su aguja remató la tela exquisita del abanico confeccionado en 1975 para la proclamación del Rey Juan Carlos. O ese otro de marfil y piel de cabritilla para que Lady Di se diera aire el día de su enlace con Carlos de Inglaterra.

Una obra de arte

El marfil, como el carey, ya hace tiempo que se prohibió y ahora lo más de lo más son las maderas nobles como el ébano, a 36.000 euros el metro cúbico, o el nácar. Sus abanicos más caros cuestan cinco o seis mil euros. No solo influye el tipo de madera sino el artista que estampa su arte sobre la tela y que tiene la obligación, como manda la tradición, de firmar su obra.

Dani Burriel tiene 40 años. A los 19 dejó los estudios y se puso a trabajar. Allí aprendió un empleo ancestral, de 300 años, y un vocabulario que, como las pulgadas de Aldaia, parece exclusivo de esta tierra. La fuente es como denominan a la parte de madera, el andamio del abanico, o el palmito, como le llaman ellos. Y el país es la franja de arriba, generalmente de tela, pero que también puede ser de plumas o de piel. Las varillas de fuera se llaman caberas. Y el hueco que separa las de dentro es el calado. El burilado es el tallado que se hace sobre las varillas, las filigranas para embellecerlos. Y sobre todo o solo una de las dos partes, la pintura. Artistas reputados como Joaquín Sorolla o José Benlliure no tuvieron reparos en usar su pincel para adornar los abanicos de su época.

Artesanal

  • 100 kilos de ébano trabajan cada año en Abanicos Burriel. El metro cúbico de esta madera cuesta 36.000 euros.

  • Todo tipo de lujos Para la franja superior, la que denominan país, se utiliza desde algodón y poliéster, para pintar, hasta encajes, tules, sedas e incluso plumas. Las varillas se pueden hacer con maderas nobles, pero también con nacarina.

  • 90% de su producción se queda en España, con dos ciudades, Sevilla y Madrid, como sus principales mercados. El 10% restante va al extranjeros, a los países vecinos.

Javi Burriel, el hermano de Dani, tiene 50 años, apenas abre la boca y se concentra en lo suyo para hacer un trabajo fino. Se cubre las piernas con una tela burda para no acabar cubierto de serrín mientras la gata lo mismo se enrosca en las patas de una máquina que salta de una butaca a una banqueta. La hija de Javi, que estudia Bellas Artes y está aprendiendo a pintar los abanicos, es un rayo de esperanza en este oficio de viejos. Su generación tiene la responsabilidad de estirar varias décadas más el emblema de su pueblo para no convertirse en un lugar más, sin personalidad, a la sombra de Valencia.

«Somos 20 empresas, 15 en Aldaia, y todas son necesarias. Cada una tiene su mercado»

La producción la marca la demanda. Además de ellos dos intervienen otras dos o tres personas en un proceso que les lleva a fabricar cerca de 300 unidades a la semana. Aunque si llega un pedido cuantioso, alargan hasta la noche para llegar a tiempo. «Somos 20 empresas en Valencia y 15 de ellas estamos en Aldaia. Creo que todas son necesarias porque cada una hace un tipo de palmito y cada una tiene su mercado», explica Dani, que siempre que viaja acude a los rastros y mercadillos en busca de alguna reliquia.

Este afán le ha permitido juntar una colección con cerca de cien abanicos de diferentes épocas y procedencias. Está dispuesto, solo por honrar el nombre de sus padres, a cederlo a alguna institución en Valencia que se precie de defender la artesania local. Le da rabia que San Petersburgo y Londres tengan un gran museo del abanico y Valencia le dé la espalda a una tradición de siglos que sigue dando aire a toda Europa.

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