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Nada hace sospechar que al otro lado del callejón la ciudad desaparecerá como por ensalmo. Al menos, tal y como la vemos ahora, con sus tranvías artríticos que dejan escapar un chirrido fatigado con cada parada; las motos atrapadas en esa apnea que amenaza con infartar el carburador; el carillón de las iglesias tocando a retreta; las colas de niños impacientes que se forman a la puerta del horno de pan, acunados por el olor a tiernos paczki y azúcar glas que se derrama por el mostrador. Y de pronto, nada. El silencio. Como un salto en el tiempo. Apenas una ráfaga de aire que hincha los visillos, dejando ver al otro lado la mesa preparada, los arenques ahumados, la sopera de gulash; y en el quicio de la puerta la mesusa, inclinada como con negligencia, recordando que nada es perfecto. Salvo Dios.
Cracovia es el estandarte de la católica Polonia, la ciudad de Karol Wojtyla, el Papa escogido para derribar muros y fundir telones de acero. Pero lo es también para las muchedumbres de judíos que llegaron allí hace mil años y prosperaron en un clima de tolerancia que duró hasta el siglo XVII, alentado por reyes como Casimiro que adivinaron en su carácter emprendedor la promesa de grandes beneficios, más aún en una Europa donde la Iglesia prohibía a los gentiles comerciar con dinero a cambio de un interés. Mientras que en el resto del Viejo Continente, los hebreos eran primero expoliados y luego expulsados –España, sin ir más lejos–, en Polonia encontraron un clima de tolerancia inédito. Eso no impidió que fueran discriminados, mirados con recelo, apartados de los centros de decisión y empujados a las afueras de las ciudades, sobre todo cuando la peste diezmaba a la población y a ellos se les acusaba de propagar una enfermedad que no se cebaba con ellos (tenían la obligación de lavarse cada semana para celebrar el sabbat).
Así, alternando épocas de relativa calma y sangrientos pogromos, a expensas siempre del invasor de turno, los judíos llegaron a sumar 3 millones en Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial. En Cracovia eran una cuarta parte de la población y el barrio donde se concentraban, arrumbado en un recodo del río Vístula, tenía media docena de sinagogas, baños y yeshivás donde los chavales se afanaban en memorizar la Torah y los códigos rabínicos contenidos en el Talmud.
El barrio se llamaba –y se llama– Kazimierz y evoca esos cuadros de Chagall habitados por gatos, violinistas en los tejados y mujeres que levitan como arrastradas por el viento. Mientras en la bulliciosa Cracovia, riadas de turistas bajan por Florianska y se apiñan en el casco antiguo, entre parques frondosos, murallas y barbacanas, la cámara siempre lista frente a la basílica de Santa María, el mercado que da nombre a la plaza o la antigua torre del Ayuntamiento, aquí la vida discurre a otra velocidad en terrazas donde se bebe cerveza Zywiec, galerías de arte, restaurantes de comida kosher y cementerios invadidos de vegetación. Como el de Remuh, rodeado de un muro levantado con restos de lápidas, las mismas que los nazis destrozaron cuando invadieron la ciudad y convirtieron el trozo más sagrado de tierra judía en un basurero.
Son estos, los años de la ocupación alemana, los que con más saña se han grabado en la memoria histórica de la ciudad, que no es ajena tampoco a la invasión soviética. El rodaje de 'La lista de Schindler' en Kazimierz ha convertido el barrio en un hervidero, con los ecos de las tropas de Amon Götz entrando a saco para liquidar el gueto y la niña vestida de rojo deambulando entre el caos. Ese nunca fue el gueto, que se extendía al otro lado del río, en Podgorze, donde se hacinaron 15.000 personas en apenas una treintena de calles. «Cuatro judíos por ventana». Era la consigna para esa multitud harapienta entre la que estaba un todavía niño Roman Polanski. Hasta que el 13 de marzo de 1943, el abogado y militar Hans Frank, que gobernaba la ciudad desde el castillo de Wawel, sentenció el traslado de sus habitantes a las cámaras de gas de Birkenau, en Auschwitz, o al campo de trabajo de Plaszow, donde Götz disparaba cada mañana a placer sobre sus aterrorizados prisioneros.
Tampoco los polacos escapaban a esta ola de terror, como certifican los calabozos de la Gestapo en la calle Pomorska, incrustados ahora en los bajos del Hostel Freedom (Libertad); o la prisión de San Miguel, que se levanta rodeada de jardines frente al piso que expropiaron a una familia judía para alojar a ese industrial avispado que era Oscar Schindler –decidió emplear a judíos, porque los polacos le resultaban muy caros–, al que un golpe de conciencia llevó a salvar a 1.100 de sus trabajadores. Más desinteresado fue el apoyo prestado por Tadeusz Pankiewicz, el boticario de 'Bajo el Águila', testigo de primera fila de la selección de judíos en la conocida ahora como Plaza de los Héroes, a los que ayudaba a escapar... y a morir. Su nombre figura desde hace años en esa otra lista, la de 'Justos entre las Naciones'. Desde allí partieron por miles a Auschwitz en trenes de ganado, por las vías que embocaban esa fachada con aspecto de paredón que era Birkenau, donde las cámaras de gas y las chimeneas funcionaban a pleno rendimiento y la esperanza era un artículo de lujo. La casa de los muertos para más de un millón de personas.
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Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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