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Un instante, en el ecuador de la madrugada del sábado al domingo, marcó el verano que estaba a punto de llegar y de manera irremediable el resto de mi vida.
17 de mayo de 1999. Bar '2001'. Fiestas 'pequeñas' de Campaspero. Música verbenera, cubatas en ... vaso de plástico pagados con las últimas pesetas que circularon por España, humo en el ambiente...
Reíamos junto a la barra abarrotada de gente ajena al botellón. Serían más de las cuatro de la mañana. De repente, sin motivo aparente, paras de hablar y lanzas el cigarro al suelo. Te acercas y me miras como si acabaras de darte cuenta de que existo. Todo se difumina, excepto tu sonrisa suplicando un permiso concedido de antemano. Y el beso, sin premeditación ni pretensiones, inesperado para los dos. Inolvidable.
No éramos conscientes de que en este preciso momento se comenzaba a escribir un capítulo nuevo en nuestra vida. El más importante.
Quedamos al día siguiente con otra pareja de amigos para dar un paseo resacoso y tardío por la ribera del Duratón, en La Villa de Fuentidueña. Tú mirando hacia Sacramenia y yo con la vista puesta en Fuentesaúco, ambos inmersos en nuestros pensamientos, intentando colocar en nuestros abotargados cerebros lo ocurrido la noche anterior.
Dejamos pasar un mes. Luego, nos vimos a diario. Siempre en el parque del pueblo, en el mismo banco verde, cuando caía la noche y las estrellas estivales nos prestaban la intimidad perfecta. Ahí, Ignacio, comenzamos a dibujar nuestro futuro sin ser conscientes de ello. Y por el día, cada uno a sus quehaceres. Yo disfrutando de la piscina, tú cavando jardines en Hontabilla para superar la objeción de conciencia que te libró del Servicio Militar Obligatorio. Los dos con la ilusión de volver a encontrarnos al caer la noche. Y así, con mariposas en el estómago y Leize de banda sonora, pasamos nuestro primer verano.
Llegó octubre y la hora de separarnos. Tú te quedabas en Olombrada, yo debía coger un tren hasta la estación de Abando de Bilbao para continuar estudiando.
285 kilómetros nos separaban. Primero me llamabas al fijo del piso de Algorta desde la cabina de la plaza y, meses después, te hiciste con un Sony Ericson T-18 que nos dio la vida. Y me escribías, cada semana, cartas geniales que hacían más llevaderas las horas que faltaban para volvernos a ver.
Espaciamos nuestras citas a quince días, máximo, hasta que acabé la carrera y regresé a casa. A nuestro pueblo. A la felicidad de vivir entre los algodones colocados con mimo por mi madre; a los cafés matutinos en el bar de La Guada con mi padre; a las sobremesas de fin de semana con mi maravillosa hermana. A la felicidad plena.
La primera década del milenio fue fantástica. Superamos con creces los diez días que te dio tu padre cuando decidimos irnos a vivir juntos. Teníamos juventud, trabajo y cero preocupaciones. Alternamos fiestas maratonianas, cenas con amigos, viajes soñados... También tuvimos altibajos, conatos de incendio y fuegos sofocados. Pero siempre decidimos seguir adelante.
Y llegó Marta, ese ángel de ojos verdes que a puntito está de cumplir los nueve años y que dinamitó para siempre nuestro modo de vida. Nos cortó las alas en el preciso instante en el que ya nos habíamos cansado de volar.
Cinco años después vino Diego, el niño de mis ojos, un regalo que nos ha ayudado a sobrellevar la enfermedad que el 30 de marzo nos arrebató a mi padre y que nos obliga a sonreír en los momentos más duros, de los que este año andamos sobrados. Ellos son, sin lugar a duda, lo mejor de aquel primer beso, de aquella noche de 1999, del mejor verano de mi vida.
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