![La ciudad contra los pobres](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202001/12/media/cortadas/ciudad1-kf0D-U901189852655gEI-984x608@El%20Norte.jpg)
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Iciar Ochoa de Olano
Domingo, 12 de enero 2020, 08:39
En 2003, Stéphane Argillet y Gilles Paté filmaron un cortometraje sobre el entonces emergente diseño urbano de París. Lo titularon con salero y precisión: 'El reposo del faquir'. En su grabación daban cuenta de la proliferación en las calles de la capital francesa de una novedosa tipología de mobiliario, a base de elementos metálicos punzantes en las repisas de comercios, entidades bancarias o agencias inmobiliarias que los hacían impracticables a los ciudadanos sin instintos masoquistas en caso de síncope, vahído, fatiga o un simple cordón suelto. El documental daba cuenta de otras llamativas incorporaciones a la jungla de cemento, como las bancadas con reposabrazos, las dobles barras tubulares y a diferente altura para unas sentaderas ágiles y livianas, jardineras rellenas de piedras, alféizares inclinados o recodos inutilizados con pivotes, donde solo un levitante podría hallar acomodo. «La gestión tecnocrática del espacio público infantiliza a los ciudadanos, a quienes ataca con dispositivos antiergonómicos. El espacio público se degrada y se convierte en degradante. Encarna la violencia de los poderes», concluyeron sin rodeos los autores del trabajo.
Diecisiete años después, es tendencia en todo el mundo. De Buenos Aires, Nueva York, Barcelona o Guanzhou, a Cádiz, Logroño o Bristol, tanto las megalópolis como las capitales de provincia se han armado hasta las dientes en los últimos tiempos contra merodeadores, transeúntes flojos, gatos callejeros de dos patas, turistas, personas sin hogar y prácticamente cualquier ciudadano que no sea un asceta acostumbrado a acostarse sobre camas de clavos. El fenómeno tiene incluso nombre propio: «arquitectura hostil».
Sus defensores la reivindican como un método disuasorio eficaz para ayudar a mantener el orden, garantizar la seguridad y frenar conductas que tachan de indeseadas, como fumar, beber, desplazarse en patinete o echarse una simple cabezada. Los críticos, por su parte, argumentan que genera dureza y aislamiento, aniquila la vida en la calle y fomenta la división social. Entre ellos, Léopold Lambert, arquitecto y redactor jefe de 'The Funambulist', una publicación dedicada a la política del espacio y de los cuerpos, que ha bautizado esta estrategia de diseño como «weaponized architecture», o arquitectura como arma (de clase).
El catálogo de elementos «defensivos», como sus abanderados prefieren llamarla, es abrumador. En algunos casos, por la sutileza y la sofisticación de los mismos, y en otros, precisamente, por lo burdo e inhumano. Un buen ejemplo de diseño brutalista como quien no quiere la cosa es el Banco Candem, una pieza aparentemente inocua que abunda en las calles de Londres. El periodista británico Frank Swain lo describió como un trozo de hormigón lo suficientemente curvo, lo suficientemente angulado y lo suficientemente sólido como para disuadir de una interacción prolongada de cualquier naturaleza.
Matteo Bocchialini , FILÓSOFO POLÍTICO
En este capítulo de ingenios 'refinados' también cabrían los rociadores de agua que algunos consistorios o comunidades de propietarios de alto copete instalan en zonas libres de plantas con el único objetivo de espantar a las personas que se acomoden en la zona. Así, llueve de improviso sobre los desheredados junto a la librería Strand en Nueva York, una cadena de moda en Hamburgo o las oficinas gubernamentales de Guangzhou, en China.
Evocando sin pudor la Edad Media, los llamados 'clavos anti-indigentes', cada vez más comunes en bordillos, repisas, alféizares y ángulos muertos como inmisericordes repelentes de ciudadanos sin techo, han provocado una airada reacción ciudadana allí donde se han colocado. La capital argentina y la británica, dos urbes donde el índice de pobreza y exclusión social se ha disparado en los últimos años, los lucen por doquier con puntas igualmente afiladas. El efecto psicológico es devastador.
«Es el lenguaje vernáculo del terror», asegura el artista inglés Nils Norman, quien documenta desde finales de los noventa un fenómeno que, según dice, mata las reuniones informales, la libertad en los espacios urbanos y, en definitiva, la vida pública. «La ciudad se modifica silenciosamente para maximizar el control sobre sus habitantes y sobre su tráfico», denuncia.
El filósofo político Matteo Bocchialini contempla el auge de la también llamada «arquitectura disciplinaria» o «excluyente» como una «ventana al tipo de sociedad en que nos hemos convertido y a las formas en que los miembros menos afortunados son tratados». Y agrega: «Al mismo tiempo sirve para enviar un mensaje inconfundible a las personas pobres, vulnerables y marginadas: no eres bienvenido en la comunidad social».
Desde la lejana Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, el profesor de Geografía Urbana Tom Baker atribuye la prevalencia de este mobiliario urbano a un «cambio de percepción general hacia los ciudadanos sin hogar en nuestras urbes». «En el siglo XVI, durante la época de la Reforma protestante, carecer de refugio era considerado un pecado. Hoy, como entonces, atribuimos la falta de vivienda al resultado de la debilidad moral de esas personas sin hogar», expone.
Por fortuna, hay excepciones. En la ciudad canadiense de Vancouver, la asociación Raincity Housing, titular de una red de casas de acogida, encargó el diseño de unos bancos mitad anuncio-mitad refugio y los distribuyó por varias calles. «Esto es un banco», dice un cartel durante el día; «esto es una habitación», dice el mismo rótulo por la noche, invitando a desplegar el respaldo y a recostarse.
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