Una de las zonas menos conocidas del Lago de Sanabria, en una jornada de niebla.

Chapuzones de ánimas y meigas

Al jolgorio diurno de los baños en las pozas naturales de Porto de Sanabria le seguía un miedo atroz a posibles encuentros fortuitos en la noche más cerrada

Juan J. López

Valladolid

Martes, 6 de agosto 2019, 07:47

Y allí estábamos, en el interior de un círculo dibujado con un tizón de roble. A lo lejos, en la otra orilla, percibíamos una serenata que –sugestionados o no– identificábamos como lamentos. Mi 'casio', ese con el que rivalizábamos en el campamento por el tipo ... de luz –azul, amarilla o roja– había pasado la medianoche tan solo hace unos minutos, y los resplandores del otro lado del valle, no sabía si se correspondían con los destellos derivados de la pantalla del reloj o tenían un origen desconocido.

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¿Desconocido? Más bien no. A todos nos habían inculcado desde nuestro llegada a La Halladera que, además de granja-escuela, deporte y naturaleza, conoceríamos hasta el último de los detalles de las leyendas de Porto de Sanabria.

Peculiar por su orografía, rodeado de agua y montañas; y su localización, ubicado justo encima de esa línea perdida que separa las provincias de León, Zamora y Orense, con Portugal en el horizonte, el folklore 'portiense' –como nos referíamos nosotros a la zona y a su peculiar dialecto– marcaba a los niños y jóvenes desde que nos bajábamos del autocar para disfrutar en muchos casos del primer campamento de verano.

El bosque de avellanos, con cuyas ramas azuzábamos a las vacas, se convertía en el bastión de la 'bruxa' de Porto, que después de los años aún no tengo claro si era buena, mala o todo lo contrario. Lo cierto es que sí tenía esa vertiente naturalista en la que las improvisadas varas debían de ser recogidas del suelo, nunca de los árboles, y nos inspiraba un respeto casi reverencial por toda esa naturaleza salvaje que aún hoy marca la comarca zamorana.

Río Bibei en el Ponte da Freira, en los aledaños de Porto. Antonio Fernández Martínez

A la bruja, a la que aprendimos a llamar meiga –porque haberlas, haylas–, la conocimos por «los mayores». Siempre había alguien que aseguraba haberla visto el año anterior. «Te acuerdas cuando recorrió el salón de comidas y salió a toda velocidad por la cocina»... Recuerdo la conversación como si fuera ayer. No es de extrañar, que a raíz de esas palabras, yo siempre escogiera una de las sillas pegadas a la pared... Ese mismo temor entrelazado con una buenas dosis de adrenalina nos lleva de nuevo a esa circunferencia nocturna, en la que unas treinta personas de diferentes edades nos apelotonábamos unos contra los otros para no traspasar las cenizas del tizón que nos protegían. Sí. Nos refugiaban de otro de esos cultos heredados de la Galicia más inhóspita, la denominada como Santa Compaña, que también conocíamos como la hueste de ánimas.

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Una sucesión de luces tintineantes aparecieron en la otra orilla, y casi al tiempo volvieron a apagarse. En apenas cinco minutos –que parecieron horas–, el proceso se repitió otras dos veces, mientras los más pequeños ya derramaban alguna lágrima. Ni rastro de las risas o las conversaciones animosas con las que comenzó la excursión nocturna con la que queríamos ver las mejores estrellas fugaces del despejado cielo sanabrés. Ni los más osados, esos que horas antes se habían lanzado desde las alturas a las pozas más profundas que rodean Porto, se atrevían a abrir la boca. Nuestro silencio contrarrestaba con el ahora sí lamento generalizado que se extendía desde el otro lado del valle. Y, de repente, todo terminó. Ni rastro de las luces. Ni un solo jadeo en la lejanía... Solo el sonido del cuco y horas de regreso con un sigilo sobrecogedor.

Atardecer en el Lago de Sanabria. Juan J. López
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