No existe, en rigor, un verano de mi vida. Mi verano recordado es un 'collage' de sensaciones y recuerdos, salpicado por vivencias de muchos años distintos. Casi todas ellas pueden agruparse en una idea común: el verano es esa época en la que la rutina se rompe y se abren grietas que permiten la emergencia de lo inesperado, de lo nuevo, de lo distinto, de lo sin estrenar.
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Por eso mismo, el verano es la estación del amor. De su hallazgo, de su desencanto, cuando el flechazo no es correspondido, y de la excitación del que finalmente resulta recíproco. También es época propicia para nadar en las olas de los vaivenes y enredos de la seducción, esas que Eric Rohmer retrata con maestría en su película 'Pauline en la playa'. Y, mucho antes, tiempo de sufrir el anhelo de lo que no ha llegado aún, sensación dolorosa que se activa cuando tus amigos te cuentan, a lo 'Summer nights', de 'Grease', sus conquistas estivales y tú te mueres de envidia. Pero también en verano se dan los besos de pasión y los de compromiso. El mío selló, en las evocadoras salas de la Casa Lys de Salamanca, el inicio de una relación de más de treinta años.
Con todo, si debo escoger un verano, elijo el primero que pasé en el pueblo de mis padres, Quintanilla de Arriba, siendo aún un crío pegado a las faldas de mi madre. Quizás porque en él se concentraron muchos descubrimientos. Incluso sorpresas, pues en la casa de mi abuela todavía no había agua corriente, lo que obligaba a lavarse, por las mañanas, en la propia habitación, en un palanganero que inicialmente percibí como un molesto atraso y que luego disfruté como un imprevisto regalo. Al julio siguiente, la modernidad se había instalado ya en aquella entrañable casa –¡por fin había grifos de los que salía agua!– y eché en falta, con inesperada tristeza, aquel maravilloso vestigio de un mundo condenado a desaparecer que el azar me había permitido contemplar fugazmente. Esa primera sensación de pérdida depositó en mí la semilla de esa planta enredadera que es la nostalgia, cuyas dulces caricias ya nunca dejarían de proporcionarme consuelo, evasión o refugio.
Pero si aquel verano merece destacarse sobre los demás fue por el descubrimiento de la sombra de la muerte. Fue una mañana de calor asfixiante. Animado por la seguridad de unos amigos recién hallados, me dispuse a brincar por la ladera del río, entre hierbajos y repechos, hasta que descubrí con pavor que no era capaz de seguir adelante, ni me atrevía a volver hacia atrás. Me recuerdo mirando hacia abajo, a un Duero que entonces pasaba por Quintanilla cargado de agua y de furia, y tener por primera vez la sensación del fin. Las piernas me temblaban y me veía inestable y, aparentemente, sin más salida que el abismo de los torbellinos que aparecían debajo de mí. Fueron solo unos instantes, porque, para mi alivio, la mano auxiliadora de mi prima Teo apareció por mi derecha y me ayudó a salir. Aquel sencillo gesto le garantizó mi gratitud eterna y un lugar preferente en una de las habitaciones de mi memoria.
Aunque entonces no fuera capaz de racionalizarlo, aquel día de aquel verano de mi vida aprendí dos grandes lecciones: la primera, que mi impulsiva virilidad era un caballo salvaje que requería doma; la segunda, que el mundo era un lugar misterioso en el que, en medio del horror y lo siniestro, a veces aparecían ángeles.
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