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Antonio paniagua
Domingo, 22 de diciembre 2019, 13:54
A sus 86 años, Montserrat Mechó no para. El aburrimiento no está hecho para ella. Hace marcha nórdica, practica la natación y de vez cuando se va a un túnel de viento a volar como un paracaidista para matar el gusanillo. Y es que esta mujer se ha lanzado 937 veces al vacío desde el avión. Desde hace un año y medio se abstiene de planear en el aire, no por falta de ánimo o por culpa de los achaques, sino porque su hermana está ingresada en una residencia, aquejada de una demencia senil, y el «sentido de la responsabilidad» la induce a no tentar a la suerte. «No tiene a nadie más que a mí», dice apenada. Marinera experta, esquiadora y andarina, esta octogenaria ama el mar, el cielo y la montaña tanto como la vida. «Colaboro con todas las ONG que me llaman. Sobre todo con una que lucha contra la artrosis», apunta.
Como muchas precursoras del deporte femenino, Montserrat Mechó padeció el desdén de sus compañeros, cuando no las invectivas de los guardianes de la moral, que se escandalizaban en el púlpito por esas mujeres que mostraban impúdicamente sus cuerpos en bañador. Mechó no atendió a esas admoniciones y siguió a lo suyo, que era ver el mundo desde de las alturas, salvo cuando se abismaba en las profundidades del mar para practicar el buceo. «Menos mal que me sumergí de joven, porque ahora el mar es un puré», sentencia esta dama, que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana.
De bailar con tutú en el suelo, Montserrat Mechó empezó a hacer piruetas en las nubes. Su madre, que era pianista, inscribió a las dos niñas en las clases que impartía el maestro Joan Magrinyà, pionero de la danza clásica en Cataluña. Con él aprendió la pequeña Montse el ritmo y los rudimentos corporales para dibujar coreografías en el aire. Al fin y al cabo eso es el 'freestyle', la modalidad de paracaidismo en la que instruyeron a Mechó. Entre medias, frecuentó el Club Natación Barcelona, desde donde tomó impulso para subirse a la palanca y lanzarse en picado contra el agua. En 1951 subió al podio al ganar los campeonatos de natación y salto de trampolín y palanca, una gesta que fue filmada por el nodo. «Soñaba hacer esos mortales y tirabuzones tirándome desde un avión, como los soldados, y lo logré a los 49 años. Si hubiese nacido varón, habría hecho el servicio militar en paracaidismo».
Eduard Ripoll, su hijo mayor, fue quien la animó a lanzarse, a la vista de que no cejaba en dar la tabarra. Entonces no había instructores para saltar en tándem que pilotaran la maniobra. Había que enfrentarse al vacío y a los 4.000 metros de altura en soledad. Así lo hizo la intrépida Montse, sin miedo al infortunio, aterrizando en un campo de patatas con una impecable 'roulé', la maniobra que se realiza para amortiguar el impacto contra el suelo. «Fui la primera en salir de la aeronave. Abrí los brazos y miré el avión, como me mandaron. Me dijeron que mientras caía me habían visto riendo. Y es que aquello era una felicidad». Los jueces se quedaban boquiabiertos al ver competir a una mujer de 60 años que ejecutaba audaces acrobacias en el firmamento dejando atrás con desparpajo a muchachas veinteañeras.
Su debut en el mundo del paracaidismo se produjo con 49 años, nada más separarse de su marido. Su hijo Eduard, que iba a probar qué era eso de tirarse desde un avión, la animó a que le acompañara. «Es mi madre, que quiere saltar», dijo Eduard a un piloto atónito. Los hombres, a la vista de su madurez, la miraban con recelo, pero al cabo del tiempo fueron acostumbrándose.
Cuando saltaba, Montse Mechó no se quedaba quieta, sino que hacía una demostración de toda su pericia acrobática. Se ha tirado desde un helicóptero ruso M-26 y desde un globo. En el aire, adoptaba posturas aprendidas en el ballet, salidas de tirabuzón, 'loopings' (piruetas completas en forma de espiral), el ángel... Su fuente de inspiración era Colette Duval, una francesa experta en el paracaidismo de caída libre, en el que se espera hasta el último momento para abrir el artefacto. No dejó de saltar cuando murió su hijo en un accidente de pesca submarina. Era la mejor manera de que los amigos de Eduard la secundaran en sus aventuras. «Todos sus amigos son ahora mis amigos», argumenta. No se cuida especialmente. «Si no fuera por el jamón serrano, sería vegetariana», apunta con ironía. Las expresiones que hablan de «segunda juventud» o «tercera edad» le suenan a chino. «¿Por qué debería renunciar al deporte? Lo necesito. Es el mejor modo de mantener activas las neuronas», sentencia. Anima a la gente mayor no a que imite sus proezas, pero sí a que haga ejercicio moderado, como pasear por la playa, practicar 'aquagym' o simplemente andar.
En sus cerca de mil saltos nunca ha sufrido un rasguño. Tan solo se ha enfrentado a una emergencia. Acababa de comprarse un paracaídas cuadrado y una parte no se desplegó. Dio vueltas y vueltas hasta que logró tirar de la anilla, momento en que se desenrolló el paracaídas de emergencia. Fue su verdadero bautismo de fuego.
Antes de que Ona Carbonell se erigiera en la ninfa de las piscinas y casi pudiera hacerse un collar con sus medallas, Montse Mechó ya braceaba a placer en el agua ejercitándose en el ballet acuático, antecedente de la natación sincronizada. No pudo ser la Esther Williams española porque se casó y parió dos hijos. Así que con mucho pesar dejó de estar a remojo, un quehacer incompatible en aquella época con su papel de madre y esposa. Pero como el matrimonio salió mal y acabó separándose de su marido, la heroína de la natación retomó el deporte y supo lo que era eso de navegar sobre los encajes de las olas con una tabla y una vela. Pocos conocían entonces lo que era el 'windsurf', salvo su hijo, el malogrado Eduard, que la reclutó para deslizarse por las aguas de Ampuriabrava.
Con apenas 26 años, Eduard Ripoll encontró la muerte mientras hacía pesca submarina. «Cuando iba a salir del agua se desmayó y los plomos que llevaba le hundieron. Está enterrado en el Valle de Arán, porque perteneció al equipo nacional de esquí. Era muy amigo de Paquito Fernández Ochoa». Su otro hijo, el biólogo Ignasi Ripoll, está afincado en Holanda después de pasar mucho tiempo estudiando el comportamiento de las aves migratorias en la reserva natural de Riet Vell (Tarragona), dentro de la organización SEO BirdLife.
Dedicada casi toda su vida a ser monitora de natación, la paracaidista ha tenido tiempo para explorar otros caminos insospechados. En 1987 hizo una incursión en el cine que recordará para siempre, no por la calidad de la película, sino porque en ella murió el director del filme, Joaquín Densalat, al rajarse el globo aerostático en el que rodaba y que se estrelló en Cadaqués. La cinta en la que se produjo el siniestro era 'Waka-Waka' y en ella Montse Mechó hacía de especialista junto a su hijo. «Uno de los globos era muy antiguo, de modo que se agrietó, se plegó y se cayó. Perdieron la vida el director y el piloto. Fue en esa película cuando conocí a José Coronado, que entonces debutaba en el cine».
Nunca se rinde. Ni siquiera cuando hace 50 años un coche se empotró contra el vehículo de una amiga en la avenida Meridiana de Barcelona y le rompió la pelvis por cinco sitios. Pese al aparatoso accidente, en unos meses se recuperó y volvió a cultivar sus múltiples aficiones. Con todo, a los 70 años le sobrevino una cojera y no tuvo más remedio que pasar por el quirófano para que le implantaran una prótesis de cadera. «Un médico armenio encantador me hizo una radiografía y vio que había un desnivel entre una pierna y otra. Me intervinieron y me llevaron a un sitio fantástico lleno de hombres con piernas cortadas u ortopédicas. Pero si en marzo me operaron, en noviembre ya estaba saltando, pirueta por aquí, pirueta por allá».
Cobra una pensión no contributiva modesta, de 368 euros, que complementa con otros cien euros que le da la Generalitat catalana. Como monitora de natación nunca llegó a cotizar, como tampoco lo hizo cuando trabajó algunos semestres en el bar del Centro de Paracaidismo Skydive de Ampuriabrava. Sale adelante vendiendo productos de limpieza, cosmética e higiene. Cuando se tiraba en paracaídas y descendía a 200 kilómetros por hora, no le cobraban el coste del salto, ya que Montse es una institución en el mundillo.
Gracias a esos saltos ha recorrido medio mundo. Ha visto el desierto de Arizona y las ruinas de Éfeso (Turquía), amén de conocerse España de punta a punta. Pese a todas estas visitas, lo que más le gusta a Monste es sobrevolar Rosas, en el Alto Ampurdán, cuando, a la caída del sol, el cielo y la montaña adquieren un tinte sonrosado.
Está satisfecha con la vida que ha llevado, no echa de menos nada. Adora la música y sigue frecuentando el Liceu y el Palau. «Como mi mamá era pianista, he escuchado las mejores orquestas y visto los mejores ballets, a Nureyev, al violinista Zimmermann. ¿Qué más puedo pedir?».
Aun teniendo un humor envidiable, le entristece el deterioro de su hermana, que se dedicó a la danza clásica y formó a cientos de bailarinas. Cada día se desplaza a una residencia cerca del Tibidabo para verla, visitas que le dejan un regusto amargo porque observa un declive inexorable. «Lo malo es que cada día va a peor», se duele.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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