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Playa de Ereaga, donde durante años estuvo prohibido el baño por la alta contaminación de sus aguas. LUIS ÁNGEL GÓMEZ
Del agujero del 'botxo' a la playa de Ereaga

Del agujero del 'botxo' a la playa de Ereaga

El mejor verano de mi vida ·

Los agostos en la localidad vizcaína de Algorta eran el respiro tras la estancia en un Bilbao duro, en reconversión salvaje y con ETA y su entorno a pleno rendimiento

J. Asua

Valladolid

Domingo, 4 de agosto 2019, 08:05

De aquellas enormes chimeneas de los Altos Hornos salía fuego. Grandes llamas que iluminaban la 'Carretera de la Ría', que unía Bilbao con Algorta en menos de veinte kilómetros. Era en agosto, en un Seat 132, cuando al pequeño de la familia –las hermanas ya hacían sus planes– se le daba una tregua, cuyo sendero era esa estrecha calzada de doble dirección, atiborrada de fábricas y naves industriales en sus márgenes, muchas ya cerradas o a punto de hacerlo. La capital vizcaína de principios de los 80 era, a veces, asfixiante. Una boina gris marengo cubría un 'botxo' caliente. En reconversión salvaje. Con los trabajadores de los astilleros de Euskalduna, entre otros, en pie de guerra, ETA a pleno rendimiento, agitación general, miedo y droga. Muchos yonquis en la calle... Demasiada penuria en una ciudad, donde el vicio, bebido o en otros formatos, siempre tiró.

Aquel fuego de la siderúrgica lo interpretaba el ya preadolescente como un recibimiento por todo lo alto a los que serían unos días de paz, de libertad. También, como despedida temporal a una ciudad dura, aunque siempre vitalista, que él amaba y a la que le sacó todo su jugo. Damos fe.

Getxo. El remanso. Un mes. Con los abuelos, Félix y Pilar. Con Margarita. Qué más se podía pedir. En el barrio de Alango, siempre con el oriundo Miguel Ángel, el amigo algorteño del que ha olvidado el apellido, pero cuya imagen nunca podrá borrar. Rubia, casi blanca, su desordenada melena. Tenía su colega de juegos un pequeño estanque a la puerta de su casa: una vivienda molinera de la que su familia ocupaba una amplia primera planta. El 'acuario' de exterior contaba con un surtidor en forma de mujer con un cántaro del que caía el agua. Entre el verdín y los cantos rodados, navegaban con parsimonia unas carpas de alucinar, cuyos movimientos les dejaban embelesados, mientras, a última hora de la tarde, comentaban las mejores jugadas del día. Había muchos alicientes en aquel entorno donde, al contrario que en la urbe, la naturaleza asomaba con fuerza.

Enfrente de su casa, el matadero. Mañanas enteras viendo entrar el ganado, sacrificarlo y mover luego las enormes canales. Profesionales y amables con aquellos dos chavales, los matarifes hasta llegaron a soltarles alguna propinilla por su sincero interés en una labor que, en principio, no tenía por qué levantar pasiones. Más bien lo contrario. Pero a ellos les gustaba. Un poco más arriba, el parque de Bomberos, otra atracción estival diferente, que permitía conocer en tiempo real, por el sonido de la sirenas, si en el pueblo había ocurrido alguna desgracia.

Por la cuesta de María Cristina, entre el señorial Neguri y el vetusto y encantador Puerto Viejo, se bajaba a la playa de Ereaga, en la bocana del Abra: la apertura del embudo de un cauce, el de la ría, que inventó el 'chapapote'. Sí, aunque entonces esa palabra no había saltado al acervo popular. Pero la costra de mierda –con perdón– de esa lengua de agua que era el Nervión y que divide el Gran Bilbao en dos márgenes –derecha, poder; izquierda, sudor– nada tenía que envidiar al fango del 'Prestige'. Su olor, dependiendo de las mareas, era insoportable, y su aspecto, casi siempre repugnante. Pero aquel arenal, que recogía todos los desperdicios de un Cantábrico todavía industrial, era la gloria, a pesar de que, año sí y año también, la bandera roja –baño prohibido por contaminación– ondeaba sin descanso. Ni caso. Las que se creían leyendas urbanas, como que te salían granos después de pegarte un 'chombo' y de pelearte con los kilos de plásticos y otros restos que surcaban esa bahía, no eran tales. Había ronchones y picores. Los sufrieron en sus carnes. ¿Del salitre? Más bien de lo que lo acompañaba y que allí se conocía como 'galipó' (alquitrán en estado puro). Pero entonces los remilgos eran de flojos. Y de flojos, los de Bilbao, nada. Eran capaces incluso de comerse –cocidos ¡eh!– los 'karramarros' que atrapaban entre las rocas, nombre que se da en euskera a un cangrejo similar a la nécora, pero, ni mucho menos, con su pedigrí. Y también, en este caso en crudo, levantar las lapas con una navaja y degustarlas cual ostras, con todo el sabor de la mar.

Y había otros espacios, más del corazón, aunque entonces, inocentes, todo era platónico. Algo inigualable, ahora que se ve con perspectiva. Con ellas –¿Sara y Marta, se llamaban? Da igual han pasado 37 años– criaron gatos en casas abandonadas, surcaron las campas hasta llegar a Aizkorri, rieron y gastaron horas y horas de banco y pipas. Nunca hubo nada, aunque el bombeo en el pecho en los encuentros se aceleraba. Y aún hay más. Los paseos con el abuelo, que culminaban con un helado en Aberasturi, la flexibilidad horaria –ojo, con un orden– en una casa donde se comía de primera y el amor de unos patriarcas que dejaron marca. No fue el mejor verano, era otro verano más. Una nueva aventura hasta que la edad sacó de la realidad esas estancias estivales para convertirlas en recuerdos. ¿Volvió a Alango? Nunca lo ha hecho. Prefiere quedarse con esa postal a fuego de los 80.

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