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No éramos muy diferentes a otras familias. Viajábamos regularmente quince días, como tantos otros, a la playa valenciana de Cullera. Las estancias vacacionales para mí eran poco menos que lo que contaría Foster Wallace en 'Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer'. Madrugar ... para poner la sombrilla, esperar la digestión para bañarse en la playa, comer el aborrecible pescado que nos trataban de colar rebozado como tapa de acompañamiento de los refrescos en los diferentes chiringuitos... Pero había un momento de la rutina vacacional, de hora variable entre las 16.00 y las 18.00, que no veía el momento de que llegara.
Normalmente éramos seis: mis padres, mi hermana y yo, y mis abuelos. Tras acabar la hora de comer, mis padres se retiraban a la siesta, por lo general con mi hermana pequeña. Mi abuela salía a la terraza a leer o a rezar, y el salón quedaba para mí y para mi abuelo. Entonces encendíamos la televisión, poníamos la cadena pública y ahí estaban, esperándonos, fieles como todos los veranos, las películas del oeste. Fueron para mí un punto de inflexión de importancia: no entendía bien qué significaba que no necesitara ya dormir la siesta; pero intuía que estaba relacionado con el hecho de que ese mismo año hubiera sustituido el tradicional tebeo de Mortadelo por un libro de relatos de Sherlock Holmes.
Aquellas películas no precisaban ser 'La diligencia', 'El hombre que mató a Liberty Valance' o 'La muerte tenía un precio' para ser disfrutables, para demostrarme que el compañerismo y la honradez tenían su recompensa; y la deslealtad y la soberbia, su castigo. Que los indios no eran tan malos y que a las mujeres se las trataba con respeto. Que los buenos desenfundaban rápido y los villanos tardaban en morir, pero, oh qué satisfacción, vaya si morían.
Mientras veíamos aquellas películas, yo reposaba la cabeza sobre el pecho desnudo de mi abuelo, un lugar mullido donde aprendí que el Cañón del Colorado podía oler a aftersun; la arena del desierto de Arizona, al salitre de la playa valenciana; las cárceles de Oregón, al cloro de un bañador tendido al sol, y los 'saloons', al chocolate que se escondía al final de los cucuruchos de los helados. Todo esto antes de saber que, en otro sentido, aquel lejano oeste estaba bien cercano, como el desierto de Almería de 'Hasta que llegó su hora' o el cementerio burgalés de 'El bueno, el feo y el malo'.
Fue época de conocer a John Wayne y a James Stewart, y de reconocer a Gregory Peck en 'Círculo de fuego' y 'El oro de McKenna', y a Burt Lancaster en 'Veracruz' y 'Los profesionales'. Recuerdo aún hoy a Glenn Ford volando por los aires en los créditos de 'Los desbravadores', a Gary Cooper salvado de la muerte 'in extremis' en 'El árbol del ahorcado', a Kirk Douglas y la serpiente en 'El día de los tramposos'...
Mi abuelo falleció en 2009, pero yo desde entonces sigo reservando las tardes de mis veranos para aquellos 'westerns'. Me perdí goles importantes del mundial de Sudáfrica por 'Winchester 73', 'Mi nombre es Ninguno' o 'El halcón y la presa'. Nada de eso importa. Porque mis tardes de verano siguen, seguirán, oliendo a aquel chocolate, al 'saloon', al salitre, al Cañón del Colorado, y a aftersun.
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