BORJA OLAIZOLA
Sábado, 26 de marzo 2016, 17:20
Tiene el árbol madera de leyenda. De algunos muy ancianos se dice que eran divinidades en religiones anteriores al cristianismo. A los tejos, por ejemplo, se les rendía culto en la tradición celta y eso explica que algunos de ellos sigan en pie a pesar de haber sobrepasado los mil años. El recuerdo de la veneración que suscitaron prendió en la memoria colectiva hasta el punto de salvarlos del ardor arboricida que se instaló entre nosotros como una variable más de la modernidad. También los robles pertenecen a la categoría de los árboles totémicos. A su sombra se celebraban reuniones y ceremonias que marcaban el destino de las comunidades y que les valieron un reconocimiento que los salvó de ser convertidos en leña.
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A ese doble papel sagrado e institucional que desempeñaron durante siglos debemos en buena medida la supervivencia de los ejemplares más longevos. Son árboles patriarcales que con la edad han adquirido personalidad propia y que ocultan tras su corteza la memoria de las muchas generaciones de hombres que han convivido con ellos. En la localidad belga de Liernu, por ejemplo, se yergue aún un imponente roble milenario tan cargado de leyendas que se le relaciona con el mismísimo Carlomagno. Fue el forjador de lo que hoy conocemos como Europa quien, según la tradición, enterró con su pie una bellota que había caído en su cabeza mientras murmuraba: «Pequeña bellota, los habitantes de Liernu te recordarán».
El emperador no era al parecer hombre de verbo muy fluido, pero la anécdota les ha servido a los belgas para adornar la candidatura del roble de Liernu al Árbol Europeo del Año. El certamen empezó a celebrarse en 2011 y desde entonces ha cobrado un gran auge al amparo de la creciente conciencia medioambiental. En el concurso, advierte Susana Domínguez, de Bosques sin Fronteras, la ONG que lo promueve en España, no se valora tanto el interés botánico del ejemplar como las historias que giran a su alrededor. Valga como muestra el roble de Estonia que se llevó el galardón el año pasado, cuya característica principal consistía en que se levanta en mitad de un campo de fútbol. El árbol, un robusto ejemplar de 150 años que los soviéticos intentaron talar sin éxito, forma parte del terreno de juego y los futbolistas lo utilizan como un recurso más en sus tácticas; a nadie se le pasa por la cabeza tumbarlo.
Entre los candidatos al Árbol Europeo de 2016 hay historias de todos los colores. La del roble de Belfast que representa a Irlanda del Norte tiene un regusto amargo: plantado en 1919 en memoria de los soldados que nunca regresaron de la I Guerra Mundial, fue durante muchos años punto de encuentro de los veteranos que habían sobrevivido a la contienda. A medida que estos fueron desapareciendo, el roble cayó en el olvido hasta que en 2006, al cumplirse el 90 aniversario de la batalla del Somme, fue recuperado por las autoridades de Belfast, que construyeron una barandilla a su alrededor.
De la misma edad es otro roble que se yergue en el parque Kelvingrove de Glasgow y que representa a Escocia en el certamen. El árbol se plantó el 20 de abril de 1918 para conmemorar la fecha en la que las mujeres pudieron votar por primera vez. El roble sufragista, que se distingue gracias a una placa colocada a su pie, forma parte de un itinerario denominado el Paseo de la Mujer que a su vez desemboca en una biblioteca femenina.
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Son los robles, como se ve, los grandes protagonistas de la gala arbórea. Nueve de los quince ejemplares que concurren al certamen pertenecen a esa especie. España también ha escogido un quercus, pero en un formato que se sale de cualquier guión: un hermoso árbol de unos 250 años de cuyo interior surge un pino albar. Roble y pino conviven de forma armónica en terrenos de Canicosa, un pequeño municipio burgalés enclavado en la Sierra de la Demanda, un área de gran riqueza forestal. «Es un capricho de la naturaleza, una rareza que representa a las dos familias de árboles con mayor presencia en Urbión: los pinos que crecen en las laderas de los montes y los robles que sobreviven en las áreas más bajas». Susana Domínguez precisa que al pino se le atribuyen unos 130 años, lo que quiere decir que cuando su semilla germinó el árbol anfitrión andaba ya por los 120 años.
Superviviente de la grafiosis
Es la ONGBosques sin Fronteras la que gestiona la elección del árbol que representa a España. «Recibimos las propuestas de diferentes entidades, las valoramos y luego se hace una votación a través de Facebook». El ejemplar burgalés (12.350 votos) se impuso a una olma de la localidad madrileña de Guadarrama (8.328 votos), al viejo tejo de Bermiego, en Asturias (3.491 votos) y a una venerable carrasca de Pedregal, en Guadalajara (1.240 votos). «Son todos ejemplares muy valiosos desde el punto de vista botánico, pero al final se ha impuesto el que resultaba más curioso», explica la representante de Bosques sin Fronteras. La olma tiene el valor añadido de ser uno de los pocos ejemplares centenarios que se han salvado de la grafiosis, una plaga que ha acabado con la práctica totalidad de las olmedas europeas.
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Si el roble de Bélgica fue plantado por Carlomagno, el que representa a Estonia comenzó a crecer a partir de una parte de la carroza de un rey sueco que se desprendió en un camino. Es un árbol de unos siete siglos que tiene su propio nombre (Tamme-Lauri) y que aloja en su interior al dios del fuego de la mitología local debido a los muchos rayos que le han golpeado. La mitología está también presente en la historia del roble polaco, pues se dice que a su sombra reposó el rey Boleslao Chrobry, que forjó lo que hoy conocemos como Polonia, durante una campaña militar llevada a cabo en 1018. Si la leyenda tiene algo de cierto, el roble debería superar los mil años de vida. El árbol, en cualquier caso, ha devenido en símbolo de los polacos: miles de ellos se congregan a su alrededor todos los años en la fiesta del roble, conocida como Bolkowanie.
De capricho de la naturaleza se puede calificar también al representante de Francia, un cedro del Atlas que mutó de forma natural al poco de ser plantado hace 150 años y dio lugar a una especie hasta entonces desconocida: el cedro azul del Atlas llorón. Todos los ejemplares de cedro llorón que desde entonces se conocen proceden de esquejes o trasplantes de ese árbol original, emplazado en el jardín botánico del Valle de los Lobos, a escasos kilómetros de París. La votación del árbol europeo se ha realizado por Internet aunque el resultado no se va a conocer hasta el próximo 20 de abril en una ceremonia que aspira a convertirse en la Eurovisión de los bosques.
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