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icíar ochoa de olano
Jueves, 10 de marzo 2016, 20:12
Hubo una vez un tiempo remoto en el que, a falta de palabras, hablaban las feromonas. En aquellas sociedades gruñidoras, las señales químicas constituían el principal medio de comunicación entre los hombres y las mujeres. A menudo, la interacción era cosa de las androsteronas, que impregnan las secreciones axilares de ellos, y de las copulinas, alojadas en la secreción vaginal, dos sustancias fragantes que, por lo general, o nos repugnan o disparan nuestra excitación sexual. Ya lo dicen los estudiosos, el sexo incluso, el amor comienza en la nariz.
Unos cuantos miles de años después, cuando los humanos bordaban el lenguaje verbal pero todavía no habían inventado las droguerías y la higiene íntima cotizaba a la baja, las feromonas seguían imponiendo su ley. Esta vez, por aclamación popular. Tanto es así que en el siglo XVIII, por ejemplo, una dama con atributos físicos generosos y dotada de un «penetrante olor a ciervo» podía convertirse en el mayor icono erótico de la Corte de Versalles. Así era exactamente como se describía en la época a Madame du Barry, una de las amantes más famosas (y animales, es de suponer) de Luis XV.
La debilidad por los efluvios naturales curados cérvidos, en este caso no era una extravagancia particular del monarca francés. «Llegaré a París mañana por la noche», cuentan que Napoleón escribió en más de una ocasión a Josefina durante el regreso de alguna de sus campañas para rogarle, a continuación: «No te laves». Los olores y los hedores han dado mucho juego dentro y fuera de la cama a lo largo de la historia. En la Inglaterra victoriana, los hombres acostumbraban a llevar entre sus piernas un pañuelo para ofrecerlo, aromatizado, a las damas. Ellas, por su parte, extraviaban hábilmente los suyos al rescatarlos de las hendiduras de sus apretados escotes.
En Japón se llaman así a las tiendas donde las mujeres jóvenes a menudo estudiantes venden sus bragas usadas, además de uniformes escolares. Las prendas suelen ir acompañadas por una fotografía auténtica de las chicas llevándolas puestas. Los clientes son hombres que huelen o experimentan de algún otro modo con las bragas para obtener estimulación sexual.
Namasera. Es una variante. La mujer sigue llevando la prenda hasta que el comprador la reclama.
Un estimulante tráfico de glándulas apocrinas segregadoras de las esencias que liberan axilas, ingles, pubis y pezones al que la sociedad japonesa rinde culto en abierto desde hace ya décadas a través del mercado de lencería usada. Su conocido y delirante fetichismo bizarro, que en la década de los ochenta les llevó a alumbrar máquinas expendedoras de bragas ya estrenadas (y no lavadas), ha irrumpido con fuerza en Occidente. En parte, empujado por el éxito de la serie estadounidense Orange is the new black, en torno a unas presidiarias que venden su ropa interior usada.
En España, un portal recién creado en la Ciudad Condal permite acceder a su abundante catálogo de 700 prendas íntimas impregnadas, a elegir con los olores, hedores y secreciones varias de una desconocida. Desde «braguitas guarras de tres días» a 40 euros o «botines usados» a 90, a «todo tipo de emocionantes prendas para que experimentes desde una perspectiva completamente nueva», reza la publicidad. La escritora Roser Amills y la pornostar María Lapiedra ponen voz, cara y también parte de su fondo íntimo de armario al servicio de esta web.
Aromas que «enloquecen»
Secretpanties.com garantiza el anonimato tanto de compradores como de sus ya casi 400 vendedoras y asegura que «hará enloquecer a cualquier hombre con los aromas de nuestros conjuntos». Para que el cliente tenga todos los detalles se reclama a las mujeres que deseen vender su ropa íntima tres imágenes. Dos de ellas con la prenda puesta y sin que se le vea el rostro y, la tercera, una foto de detalle en la que se distinga con claridad el grado (y tipo) de suciedad de la braga. Detrás del negocio está Katia Ehlert, una maquilladora catalana de 28 años a la que no le gustaba su profesión y que supo por una amiga del lucrativo negocio de las bragas usadas. Este es el segundo portal del mismo tipo que abre. Y mientras lo gestiona, se financia un máster de marketing digital. Aficionada desde pequeña a los manga los cómics japoneses, creció acostumbrada a ver al viejo de Dragon Ball olisqueando las bragas de una niña. «Es una sociedad muy cerrada y represiva. Por eso desarrollan estos fetichismos. Yo estoy convencida que a estas webs acceden mayormente hombres con problemas para relacionarse con mujeres y tener sexo con ellas», elucubra.
Carmen Sánchez, psicóloga clínica y sexóloga del Instituto de Sexología de Barcelona, certifica la teoría. «Pero también habrá buscadores de nuevas sensaciones, curiosos y transgresores. La globalización ha traído nuevas ofertas en todos los campos. También en el sexo. Todo tenemos un punto fetichista y eso no es malo», agrega.
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