César Pérez Gellida
Lunes, 22 de febrero 2016, 21:03
A esta orilla del Atlántico, hay dos asuntos que centran las conversaciones de cafeterías y cantinas: el fútbol y la política. Permítame que hoy tampoco le hable del deporte emperador, que queda mucha liga, los partidos duran noventa minutos y no hay rival pequeño.
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En España y en Argentina seguimos caminos paralelos. ¿Para lelos? Digamos mejor, pedregosos. Acá están terminando de pasar la página del kirchnerismo con la agitación que ello provoca y allá atravesamos por un momento en el que se intuye un cambio a pesar de que todavía no sepamos quienes lo protagonizarán, y peor aún, nadie nos garantiza que ese cambio sea tal. Total, si solo somos votantes.
Este cantinero suele ser más de escuchar que de pronunciar, pero en cuanto oí que alguien mentaba a la patria me animé a salir de mi trinchera y participar en la batalla dialéctica que se estaba produciendo tras la barra. Uno de mis nuevos clientes, Néstor muy amigo del fernet, cargó contra mis líneas proponiendo una lectura de nuestra vida política desde su óptica porteña. Al aludido le chocaban varios aspectos. Lo primero que no lograba entender era que un partido tan salpicado por los casos que corrupción hubiera sido el más votado por los españoles en las últimas elecciones. Y chocante es. Tanto como cierto que en Argentina también se han dado casos, y no menores, pero con una gran diferencia: el precio político que se paga al delinquir es mayor. No me arriesgaría a juzgar si es el que corresponde, pero mayor en todo caso habida cuenta que en España sale gratis; o casi. También le escamaba el hecho de que no existiera una izquierda capaz de alinearse para formar gobierno, cuestión a la que este cantinero no pudo aportar nada de luz más allá del túnel que muere en el vetusto argumento de la pluralidad de ideas que esgrimen sus líderes. Y escamante es.
Porque Podemos es de izquierdas, ¿no? quiso asegurarse Néstor.
Podemos es de Podemos le aclaré yo, rotundamente.
¿Y Ciudadanos? insistió.
La pregunta excedía los límites de mi sapiencia y resolví parapetarme tras el tirador de cerveza.
Pero no fue hasta que me preguntó por aquello de la «desafección política ciudadana» cuando encontramos la mayor de nuestras diferencias en el ámbito que nos ocupa. En los últimos años, en España se ha extendido la práctica de ignorar a esos que ya no nos representan, y es un hecho consumado que el triunfo del lema: «El mejor desprecio es no hacer aprecio» nos ha llevado al fracaso social. Muy en cambio, la mayor parte de los argentinos se sienten identificados con un pensamiento político y actúan en consecuencia.
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Hete aquí la clave: actuar.
Quizá se deba a que muchas de las páginas de su historia democrática están escritas con sangre, o puede que simplemente responda a que su idiosincrasia les hace interpretar de forma mucho más intensa los procesos que afectaron, afectan y afectarán a sus vidas. No descarto que sea la respuesta natural a los hechos acaecidos en diciembre del 2001, cuando aquel clamor popular unánime: «¡Que se vayan todos!» terminó costando treinta y nueve vidas, víctimas de una represión policial desmesurada. No lo sé con certeza, pero el hecho es que, hoy en día, los argentinos son consecuentes con la responsabilidad que conlleva tener el privilegio de decidir el rumbo político de su país, ergo, de gobernar sus vidas. Y no me refiero al derecho a introducir un voto en un urna que aquí es obligatorio, hablo ser partícipes de la vida política; hablo de mantener eso por lo que tanto pelearon sus padres y abuelos.
Tanto como los nuestros, ¿recuerda?
Nosotros, los españoles, también; hasta que empieza el escrutinio, luego que continúen los que les toque. Los argentinos se sienten partícipes porque participan, antes, durante y después. Se movilizan. Salen a la calle de forma masiva y unen sus voces de apoyo o protesta, lo que corresponda con el objeto de traspasar los muros de la Casa Rosada. Colectividad es una palabra que en Argentina todavía mantiene su significado: «Conjunto de personas reunidas o concertadas para un fin». Nosotros, los españoles, solemos confundir lo colectivo con lo mayoritario: «Perteneciente o relativo a la mayoría».
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¿Y qué hacemos nosotros, los españoles, de forma mayoritaria que no colectiva, tras décadas de flagrante corrupción política?
Votar a los mismos.
¿Y qué hacemos nosotros, los españoles, de forma mayoritaria que no colectiva, cuando un partido político gobierna incumpliendo su programa electoral? Votar a los mismos.
¿Y qué hacemos nosotros, los españoles, de forma mayoritaria que no colectiva, cuando el poder financiero echa de sus casas a nuestros vecinos mientras dilapidan el dinero ajeno en trajes caros, relojes de lujo y putas?
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Votar a los mismos.
¿Y qué hacemos nosotros, los españoles, de forma mayoritaria que no colectiva, cuando asistimos al bochornoso espectáculo que nos ofrecen nuestros incapaces líderes políticos con su particular cabalística numérica en la que lo único que les preocupa y ocupa es no restar para sumar uno más que el rival?
Esperar.
Y esperamos porque sabemos que más pronto que tarde llegarán otras votaciones y entonces sí; entonces, los españoles, de forma mayoritaria que no colectiva, volveremos a votar a los mismos.
Entretanto, ¿le sirvo otro Ribera?
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