silvia ugalde
Domingo, 29 de noviembre 2015, 20:04
Si los manteles ha blaran, la Historia de España se escribiría con sus confesiones. Tertulias, reuniones secretas, rodajes de películas, la última cena de un rey y hasta la inspiración de entrañables personajes de la mejor novela negra como el inspector Pepe Carvalho encontraron morada en templos culinarios convertidos en leyenda. La crisis y el tiempo no perdonan. Ni siquiera a los más grandes de la gastronomía. Y el último en decir adiós tras 86 años ha sido Casa Leopoldo, el mítico restaurante del Raval barcelonés que con sus albóndigas con sepias, arroces, rabo de buey y lubinas al horno enamoró al escritor Manuel Vázquez Montalbán... y también a Picasso, Federico García Lorca, Alberti y Manolete.
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«Vengo de parte de Pepe Carvalho y pónganme lo que ustedes quieran», decían a modo de consigna figuras del mundo de las letras como Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Joan Sagarra, Maruja Torres o Terenci Moix nada más pisar Casa Leopoldo. Vázquez Montalbán les había inyectado la misma pasión por la cocina tradicional que embriagaba de nostalgia al detective al que dio vida en sus relatos policiacos. «Hay que beber para recordar y comer para olvidar», aconsejaba el inspector. Y eso era lo que hacía el genio literario, sentado siempre en la misma mesa.
Una profunda melancolía invadiría a Montalbán de saber que el Raval de Carvalho se ha diluido. En el multiétnico barrio catalán, propuestas más asequibles con los tiempos de crisis han devorado lentamente a un local decorado con azulejos andaluces, carteles taurinos y que en sus años dorados se convirtió en el cuartel general de cuadrillas que llegaban de todos los rincones del país para llenar las tres plazas de toros que había en Barcelona.
Rosa Gil, nieta del fundador de Casa Leopoldo, recuerda con emoción aquellas grandes celebraciones y se aferra a la esperanza de poder traspasar el restaurante al que ha entregado su vida. Ya desde los cinco años, subida a un cajón, ayudaba a su familia a fregar los vasos de los cafés.
Casa Leopoldo ha sucumbido a la tempestad, llamada crisis económica, que ha dejado en sombras a los más emblemáticos establecimientos de la gastronomía española. Los fogones de oro se han ido apagando; solo en 2015 hay 14.261 empresas de restauración menos de las que había en 2008, según los últimos datos de la Federación Española de Hostelería. Al menos hay un dato que anima a la esperanza: por primera vez en cinco años empiezan a abrirse más restaurantes de los que se cierran.
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Pasto del recuerdo son ya, sin embargo, auténticas catedrales del buen comer como el Currito, en Madrid, fundado en 1975. Lastrado por las deudas, un alquiler inasumible de 13.000 euros al mes y la acentuada pérdida de clientes, el mejor embajador de la cocina vasca se vio obligado a bajar la persiana en octubre del año pasado. El legendario local atesoraba una gran popularidad, incluso a nivel mundial, por su plato estrella: las sardinas asadas. Pero también causaban devoción las anchoas fritas, bacalaos al pil-pil, el rodaballo, la merluza, carnes rojas a la brasa y guisos tradicionales como el marmitako y las pochas.
Por Currito desfilaron todos los presidentes de la democracia y quizá uno de los acontecimientos por los que permanecerá en la memoria es por haber sido el lugar elegido por el rey Juan Carlos para su última cena. La noche antes de anunciar su abdicación acudió allí junto a una treintena de políticos, empresarios y personalidades de la cultura. Pidieron pescado y el monarca, un asiduo del restaurante donde solía comer chuletón y beber vino de Rioja, estaba feliz. Así lo recuerda Marta González, hija de José María González Barea, fundador del local que en 2004 se convirtió en escenario de rodaje de la película Lobo.
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El imperio de las sardinas
El éxito de Barea, al que todos llamaban cariñosamente Currito, se labró de pueblo en pueblo en su Vizcaya natal, al deleitar a la gente en las ferias de verano con sus sardinas. Con esfuerzo, productos de primera calidad, carisma y un don para preparar como nadie los frutos del Cantábrico forjó un pequeño imperio. Primero en Santurce, luego en Madrid. Hasta el papa Francisco lució en Roma en diciembre de 2013 una txapela con el logo del emblemático restaurante levantado por este cocinero de origen humilde. Currito empezó a trabajar con 10 años al morir su padre en la guerra y se ayudaba de un burro para llevar las mercancías a la tienda de su madre.
En Madrid no solo han perdido a Currito. Dos años antes, como preludio de lo que estaba por llegar, bajó la persiana Jockey, asediado por la crisis y con la sensación de haberse quedado congelado en el tiempo. El icónico restaurante de la burguesía y la aristocracia capitalina cerraba un capítulo de 67 años de historia y vibrantes anécdotas. Al diseñador Gianni Versace, por ejemplo, no lo dejaron entrar en cierta ocasión por no vestir chaqueta y corbata, el actor y cineasta Orson Welles fue expulsado por ir borracho y pegar un puñetazo a un camarero, y el cantante Frank Sinatra estalló un día en celos al ver cómo su novia Ava Gardner coqueteaba con los toreros Mario Cabré y Luis Miguel Dominguín.
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Las mesas de Jockey acogieron al Sha de Persia, Gabriel García Márquez y estrellas de Hollywood como Charlton Heston, cuando rodó El Cid en España. En un ambiente refinado, con manteles de hilo y cubiertos de plata, se servían lascas de trufa, huevas de caviar y la conocida patata San Clemencio, rellena con láminas de tuétano y salsa de foie. Manjares que encargaba la Casa Real para sus banquetes. Había quien, como el articulista y escritor Alfonso Ussía, se resistía a las delicatessen para pedir un plato de fabada en lata marca Litoral.
En medio de las excentricidades y el glamour que desprendía Jockey creció como cocinero José Juan Castillo, que en 1986 se hizo cargo de Casa Nicolasa, uno de los sitios más prestigiosos de San Sebastián y que cerró sus puertas hace cinco años tras casi un siglo de vida. En parte, por la crisis y también por la jubilación del chef. El local era una ruta obligada para la Duquesa de Alba y para las celebridades que asistían al Festival de Cine. Otro templo culinario que ha perdido Euskadi es Felipe, en Vitoria, donde presumían de servir los mejores bocadillos de jamón. En él comieron Adolfo Suárez, José María Aznar y casi todas las Nocheviejas iba la familia Urdangarin, fecha en la que era tradicional cantar una Cirila antes de cenar, recuerda José Luis Luzuriaga, que regentaba el local.
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Estrellas Michelin como La Fragua (Valladolid), Chef Víctor (Salamanca) y Vivaldi (León) también se han apagado dentro del paisaje culinario de Castilla y León. La Fragua, que llevó el primer galardón de la prestigiosa guía a la Meseta norte, atraía a presidentes nacionales y extranjeros, a miembros de la Casa Real y a artistas de la talla del pintor Capuletti. No tenían inconveniente en desviarse de sus rutas con tal de probar las especialidades del chef José Antonio Garrote. Hijo de modestos labradores en el pueblo zamorano de Muga de Sayago, solía contar a quienes le visitaban que un día Cristo apareció por aquellas tierras para dejar unas piedras: «A ver cómo las guisáis».
Golpeada por la crisis y el cambio de dueños y de cocina, Marbella se ha quedado sin La Meridiana. Valencia tampoco ha sido inmune. Después de 112 años, echó el pestillo este agosto Casa Calabui, un bar restaurante ubicado en el bajo de un precioso edificio frente al puerto que no pudo hacer frente a las deudas de sus propietarios y al desánimo de los empleados camareros que se sabían el nombre de cada cliente que atravesaba el umbral del local al pasar cuatro meses sin cobrar.
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El sol se pone en los templos de la gastronomía y con su ocaso se van sus historias y el retrato de una época de esplendor de la que apenas quedan tímidos vestigios que pelean por sobrevivir.
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