El Mester de Juglaría, a los pies del Acueducto. Antonio Tanarro

Villalar y el Mester de Juglaría

Aquellos jóvenes, casi imberbes, se convirtieron en nuevos capitanes de una tierra en derrota

Ignacio Sanz

Valladolid

Viernes, 2 de julio 2021, 10:46

«Desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar». Parece que llevamos quinientos años escuchándolo. Seguimos tundidos, arriñonados por los palos que nos dieron. La decadencia ha seguido su curso y nosotros, los aludidos en el romance, seguimos haciendo las maletas y escapando a otras tierras más prósperas, incapaces de retener a la juventud formada. Además de los palos, de las batallas perdidas, de Medina del Campo arrasada, como remate, rodaron las tres cabezas antes de que Francia implantara la guillotina. Tres cabezas, las de los tres capitanes, tajadas en el patíbulo, teatralmente dispuesto, para que la decapitación sirviera de ejemplo a los espíritus levantiscos que alentaban la revuelta. El emperador no solo decapitaba, extendía el canguelo en el cuerpo dubitativo de la tropa. Un emperador soberbio. La arrogancia juvenil hace enceguecer los espíritus con harta frecuencia. El emperador, además, tenía muchos frentes abiertos y no podía perder el tiempo persuadiendo a los incipientes burgueses que mostraban una osadía que había que cortar de raíz, para que su muerte sirviera de ejemplo en otras tierras del vastísimo imperio.

Publicidad

Luis López Álvarez, poeta berciano residente en París, escribió con buen pulso la historia en forma de romance siguiendo el hilo de los acontecimientos cuatrocientos y pico años después. Luego llegó El Nuevo Mester de Juglaría y puso música al romance que parece que lleva con nosotros toda la vida. Es lo que ocurre cuando una obra de arte cae de pie y se convierte en clásica. Ya no podemos leer a secas la letra; sin querer nos asalta a la cabeza la música arrolladora. Por si fuera poco tendemos a celebrar las derrotas, como los portugueses. Y, quita, quita, mejor que no toquemos ahora a los catalanes, aunque ellos, por contra, crecen y crecen en medio de sus lamentos, mientras que nosotros menguamos.

Pero volviendo a Los Comuneros, el hermoso romance musicado por El Nuevo Mester, hace cuarenta y cinco años, recuerdo la fiebre previa, la expectación que había en Aquilino, es decir, en el Mesón de los Comuneros, la sede informal del grupo. Se mascaba el júbilo en el aire. Cómo pasa el tiempo. Aquellos jóvenes, casi imberbes, se convirtieron en nuevos capitanes de una tierra en derrota, nunca en doma, que diría Claudio Rodríguez, y subieron a los escenarios de media España para dar a conocer una parte significativa de nuestra historia. Un año antes había muerto el dictador y España era un país dubitativo que trataba de encontrarse a sí mismo en variadas tentativas. Las comunidades periféricas tiraban del carro y se llamaban a sí mismas históricas, como si las demás fueran incluseras. Un disco puede ser arrollador y dejar las cosas en su sitio. También nosotros, castellanos y leoneses, habíamos luchado y perdido, también a nosotros nos habían arrebatado los viejos fueros. Y ahí estaba El Mester para cantarlo. El disco se convirtió en un fenómeno musical, como la Rosalía o la Beyoncé de nuestros días. «Desde entonces ya Castilla…» se cantaba en Madrid, Alicante, Ponferrada o Zaragoza. Porque todos salían de un pozo amargo y necesitaban una música, un himno que les hiciera concebir esperanzas. Ha pasado el tiempo y el disco ha seguido ahí, persiguiéndonos con su melodía machacona, hablando de nuestras cíclicas derrotas. Luego, aunque la música anglosajona se fue adueñando del panorama, Los Comuneros han seguido emergiendo como esos clásicos que no se mueren nunca. Porque salió al ruedo para quedarse. Una conjunción cabal de letra y música.

Me decía mi hijo que estando en Roma de Erasmus, al filo del año 2000, El Mester les parecía pasado de moda, un grupo de la generación de sus padres, unos viejales. Pero la tierra, no se sabe por qué, tira siempre de uno de manera nostálgica. La tierra quizá sea la infancia. El caso es que allá, en Roma, vecinos del Papa, un 23 de abril, el día de Villalar, alguno de los compañeros tenía el disco a mano, que entonces no había llegado este descontrol de la música que se cuela imparable por las rendijas de la casa. Y allí, en Roma, tan lejos, todos alborozados y nostálgicos, haciendo de coro al Mester, el corazón encogido y las lágrimas corriendo a raudales. Y, entonces, en la lejanía, se percataron los jóvenes insolentes del poder reparador de la música, de cómo mitiga las almas enfermas de nostalgia. En buena parte por eso El Mester es uno de los grupos clásicos españoles. Nadie los va a descubrir a estas alturas con una discografía tan amplia, pero el disco de Los Comuneros cayó de pie. Ahora, cuando se conmemoran los 500 años del triste episodio, El Nuevo Mester orienta la mirada con su música enervante hacia los campos de Villalar donde fueron derrotados los capitanes comuneros. Nuestros capitanes comuneros.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

0,99€ primer mes

Publicidad