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De niña, tan chiquita, tan rubita, tan pizpireta e inquieta, empezaron a llamarla Piscula, apodo que después llevó toda la vida como sobrenombre cariñoso e ... identitario. En Abades, el pueblo segoviano donde nació y vivió, pocos la conocían por su verdadero nombre de pila, María Antonia, y así lo perpetúa la lápida bajo la que descansa su menudo cuerpo: «María Antonia Calle Moreno 'Piscula'». «El marmolista no daba crédito, pero insistí. Todo el mundo la conocía así y ella lo llevó con agrado. Alguien empezó a llamárselo de pequeña y no era ofensivo, sino alusivo a su físico y a su carácter de niña movida, vivaracha, graciosa y dotada de una fuerte personalidad», cuenta su único hijo, Víctor de Andrés.
María Antonia falleció el pasado 12 de abril, enferma de covid, en el Hospital General de Segovia. Justo un mes después hubiera cumplido noventa años, pero no llegó. Desde la muerte de su esposo, en 2018, no era la misma. Padecía de bronquios y estaba muy débil. «Soportó dieciocho de los veinte años que mi padre estuvo con azlhéimer, y eso pasa factura. Llegó un momento en que debíamos tomar medidas, pues ella no podía con esa carga, pero llevaban toda la vida juntos y lo amaba. Se hacían mucha compañía. ¿Quién era yo para separarlos? Un día me llamó y me dijo que ya no podía más. El alzhéimer se lleva por delante al cuidador», desvela Víctor.
«La última vez que hablé con mi madre –continúa– acababa de empezar la pandemia. La llamé desde Alicante, donde vivo, conocedor de que la residencia había prohibido las visitas. 'No puedes ponerte mala ahora, madre', le dije. 'No te preocupes, hijo, que no voy a ponerme mala', me contestó. Tres o cuatro días después me telefonearon para informarme de que la habían ingresado en el Hospital de Segovia con síntomas compatibles con los del coronavirus. Cogí el coche y me vine. Sabía que la enfermedad podía matarla». Fueron aquellos días oscuros, marcados por el miedo, el confinamiento, la imposibilidad de acompañar a los enfermos en sus últimos momentos... «No le deseo a nadie lo que yo pasé. Vine, pero lo único que pude hacer es alojarme en su casa, en Abades, y estar pendiente del parte diario del médico. Había llamadas frías, otras más humanas... Transcurridos unos días, me comunicaron que regresaría a la residencia, que ni empeoraba ni mejoraba, pero le volvió a subir la fiebre y ya no salió. Llevaré la espina clavada siempre: ni la pude ver, ni pude despedirme de ella ni la pude enterrar como hubiera querido. Solo tres familiares acudimos al entierro», lamenta Víctor con emoción.
Quienes en Abades gozaron de su ayuda desinteresada y afecto, la recordarán eternamente. María Antonia –tía Piscula para sus sobrinos– era la séptima de nueve hermanos, de los cuales ya solo vive Margarita, la menor. Corroboran en el pueblo que tenía carácter y que lo empleaba en hacer el bien. Cristiana en el más puro sentido del término y devota de la Virgen de los Remedios y santa Gema Galgani, estuvo casi dos temporadas dando de comulgar a sus convecinos, el tiempo que duró una dolencia que el párroco sufría en sus manos. Era, sin duda, la persona más adecuada para hacerlo, teniendo en cuenta su diligencia, entrega y compromiso con la parroquia. «Leía y releía libros de santos, de religión, se sabía todas las oraciones... 'Bueno, con ello ni obligo ni hago daño a nadie', me decía. Y tenía razón. También hacía sopas de letras, muchas, porque no quería que se le fuera la cabeza. De haberse dedicado a la docencia, hubiera sido de esas maestras que dejan huella, seguro», señala su hijo.
La vida le alcanzó para disfrutar con plenitud de sus dos nietos, Javier y Mónica, de los que estaba muy orgullosa. «Ayudaba a quien se lo pedía a cambio de nada, simplemente porque quería hacerlo. Era muy humana. Guisaba como nadie y por las tardes tenía tiempo de visitar a las vecinas, a las amigas, a las hermanas. Siempre me han hablado bien de mi madre. Se hacía querer. Si hay un cielo, debe estar en él. Se lo merece. Yo llevé muy mal aquellas horas de incertidumbre y lloré mucho. El destino me la había jugado y no iba a poder estar con ella en su final. Dio su vida por los demás y cuando lo necesitó se vio sola», afirma Víctor, que reivindica la memoria de toda una generación: «No podremos agradecerles lo suficiente todos los sacrificios que han hecho por nosotros. Han sido duros hasta el final y se han muerto solos y en silencio, como verdaderos héroes, lo que han sido y serán».
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