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Los 'veragua' de Aurelio Hernando rinden tributo al Duque de AlburquerqueLas variantes de la policromía en el pelaje de los utreros de Aurelio Hernando los convertía en un elemento difícil de distinguir. Desde su salida de los corrales junto al río Cega, tras unos bueyes que iniciaron al paso la andadura del encierro, hasta su descenso por el embudo hasta pisar los adoquines, un carácter camaleónico y un espíritu de camuflaje se albergaba en sus sucintas anatomías, ligeros de carnes y amables de cornamenta. Su excelso linaje Veragua no se correspondía con su escueta silueta bajo las copas de los pinos. Sobresalía, por el pelo, que no por el tamaño, que se veía aún más reducido en contraste con la abundante y bien criada piara de mansos, un astado de pelo melocotón.
El encierro de San Miguel Arcángel, patrón de la villa mudéjar cuellarana, ofrecía el atractivo de unas reses de rancio abolengo, siempre con la inevitable, y hasta saludable, duda de su pureza genética, veragüeña en todo caso. Su habitual pelo jabonero, en sus versiones claro y sucio, se veían complementadas por el melocotón. Una pinta en vías de extinción, que sufrió un duro golpe cuando hace un par de décadas el vinatero Alejandro Fernández envío al matadero, bajo el trámite del vaciado ganadero, la vacada de los Hermanos Molero, de tal modo que dio sepultura a un vino de autor a cambio de incrementar los odres de un caldo para chateos cotidianos. Pero aquello es otra historia.
No resultó excesivamente extraño que uno de los utreros, precisamente el de pelo melocotón más encendido, quisiera poner pies en polvorosa aprovechando el laberinto maderero del pinar. A fin de cuentas, el animal procedía de Soto del Real, donde no es inhabitual que algunos ejemplares –bóvidos y humanos- rumien su fuga. Quizá, pese a todo, desconocía que el castillo de los Duques de Alburquerque fue tras la guerra civil un establecimiento penitenciario.
Así, con el control mediato de la garrocha, y el inmediato de una autoridad ganada a pulso, Pedro Caminero y Pepe Mayoral, supervisaban a sus tropas equinas. La angustura del paso de Las Máquinas fue el lugar crítico del encierro. Pasaron, primero, cuatro utreros. Y dos se declararon en rebeldía, el de pelo melocotón y temperamento nada almibarado y un súbdito, jabonero, a su jerarquía. Pepe Mayoral, con sus jinetes de confianza y cuatro berrendos se hizo cargo, con éxito, de la operación de busca y captura. En unos minutos fueron escoltados hasta la disciplina del grupo.
Después, salvo en último intento de fuga del utrero de pelo frutícola, justo en la arista que divide páramo y embudo, el encierro siguió el tradicional patrón del gusto por las cosas bien hechas. Un caballo cogido es la única reseña del parte bélico. Por dar contenido a una costumbre de cuya sostenibilidad nadie duda. En el tiempo y en su vigor natural, paradójicamente sin conservantes, y con estimulantes de sana y equilibrada emocionalidad.
Por la tarde, bajo un motivo tan noble como legítimo, se anuncia una novillada que no hay por dónde cogerla. Cuando la ideología asalta a la tauromaquia, el sentido común salta por la ventana. Un festejo benéfico debe buscar un saldo positivo, y cuanto más jugoso mejor. No adoctrinamientos con consignas sectarias de las extremas ideologías. La sovietización no favorece mentes libres, ni un toreo de calidad y con taquilla. ¿O no se trataba de eso? No se olviden de aquella canción de Sabina, que hablaba de un torero al otro lado del telón de acero… Ahora que el colosal cantautor de Úbeda ha aprendido, más vale tarde que nunca, a embestir por ambos pitones.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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