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Así venció Daniela a la leucemiaEl objetivo de Marta (prefiere no dar su apellido por el derecho al olvido) durante los dos años y medio que han pasado desde que a su hija Daniela le diagnosticaron leucemia fue que la pequeña, que ahora tiene seis, se divirtiese entre tóxicos y morfina. Convirtieron el drama de la quimio en la habitación de los sueños: hicieron barcos piratas, océanos en las paredes o unicornios, su temática favorita, la que soñaba antes de la anestesia. Por eso le decía a otra madre que tenía a su hijo ingresado en el área de oncología infantil del Hospital Niño Jesús, un pasillo en el que se despidió en silencio de muchos niños: «Estamos rodeados de mierda, pero donde hay más mierda es donde más flores crecen. Así que yo voy a plantar hasta que no sea vea». Contra viento y marea, su hija florece y ha regresado al colegio, un hito: «Volver a vivir».
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Todo empezó con dos semanas de cansancio, que atribuyeron al colegio y los celos por su hermana menor. Así llegó el jueves 11 de marzo de 2021, uno de esos antes y después médicos que no se olvidan. A las nueve de la mañana hizo la analítica en el ambulatorio y a la una su madre, que estaba trabajando como terapeuta especialista en autismo, recibió una llamada para ir urgentemente al hospital. «Nos reciben cuatro médicos y me cuentan que todo apunta a una leucemia. Que nos tenemos que ir urgentemente a Madrid». Así se despide una familia de su normalidad.
A las seis de la tarde estaban en el Hospital Niño Jesús —en Segovia no hay servicio de oncología infantil— para someterse al banco de pruebas, el aspirado de médula para conocer el porcentaje de células cancerígenas: en su caso, un 91%. Aquel día durmieron en urgencias, un 'asilo' que estaba sin reformar, rodeados de niños. Al siguiente le pusieron nombre al drama: leucemia linfoblástica mieloide. Era un cuadro agudo de las células B, que tiene mejor pronóstico de las células 7. De los tres niveles de riesgo, estaba en el intermedio. La consecuencia, un ingreso de 33 días. Daniela pasó en cuatro días de desayunar en su casa a someterse a un tratamiento intensivo de quimioterapia. «Irnos de nuestra vida», resume su madre.
Había que crear un relato nuevo, así llegó la habitación de los sueños. «La dije que nos íbamos de vacaciones las dos, que nos había tocado un premio en un hotel muy especial con muchos juguetes. Que estábamos aisladas porque así nos lo íbamos a pasar mucho mejor». Lo cuenta una madre que tuvo que dejar a su hija pequeña en casa con nueve meses a cargo de su marido y su madre. «Por suerte, había dejado el pecho a los seis meses, pero fue muy duro, el corazón partido. Es inexplicable». Un mes en el que apenas pudo verla un par de ratos sueltos, en parte para evitar contagiar a la mayor, sin defensas durante el tratamiento. En los siguientes ingresos —la familia vivió unos meses en Madrid— se la llevó, aunque las hermanas se separaron cuando había fases más expuestas de la enfermedad.
Aquel primer ciclo fue bien, pero el tratamiento es continuo, siempre alerta, pendiente de las transfusiones. «Cuando tiene 37 y medio de fiebre tienes que ir a urgencias. O cuando está muy cansada. O si ves hematomas o le sangran las encías». Pudieron volver a Segovia para la «consolidación», una terminología que su madre maneja como una oncóloga. Ingresos en Madrid de cinco días, enchufada 24 horas al día a quimio, para eliminarla en las siguientes 72 horas; a eso sigue un descanso de nueve días para empezar de nuevo. Año y medio con quimio, hasta octubre del año pasado, un aislamiento que trataban de combatir. «Siempre hemos salido mucho a la calle. Íbamos al parque cuando no había nadie, lo desinfectábamos. Las manos, la compra, entrábamos sin zapatos en casa. Llevábamos una vida medianamente normal en nuestra burbuja».
Hasta el 9 de junio de 2022, ocho días después de volver al colegio. Esperaban pasar al nivel de bajo riesgo de las revisiones periódicas, pero hubo recaída. «Ahora empieza otro infierno mucho peor». El protocolo ya era de alto riesgo, alguna célula se quedó dormida esperando a que se fuera la quimio. «Les pedí un par de días, no iba a cambiar nada. Necesitaba venir a casa a digerir el portento que se nos venía encima».
Tras el fin de semana, volvieron a la habitación de los sueños, otro ingreso de 28 días, con la pequeña en casa. «Toda la quimio que la habían puesto durante un año se la metían en cinco días. A cascoporro». Y un medicamento de adultos en ensayo clínico. Cualquier aspirado negativo, le dejaba fuera de la lista de trasplantes. «Hay niños que fallecen porque no aguantan la quimio, ella es como un toro».
El aislamiento se agudizó. «La pequeña no podía estar con otros niños, bajábamos a la calle todos con mascarilla, paseábamos donde no había gente, no entrábamos ni a bares ni a supermercados. Y no veíamos ni a la familia; mi madre fue el único elemento que metíamos en casa. A mis hermanos les he visto en la calle y con distancia». Dividían las semanas —cinco días ellas, dos su marido— porque aquello era un esfuerzo de fondo. «Siempre he sido muy nerviosa y somatizo todo, pero aquí fue por y para ella. Y hasta que acabe esto». Así llegó el trasplante de médula, hace un año, lo más duro de todo el proceso porque el riesgo de fallecimiento por fallo hepático era alto. O por una infección posterior. «Como les ha pasado a otros niños que estaban al lado nuestro».
Cada vez que superaban un ciclo, Daniela recibía una copa por vencer a los malos. Todo salió bien —el nivel de aislamiento de la familia subió «diez niveles más»— pese a la enfermedad injerto contra huésped —los linfocitos del donante detectan su cuerpo como algo dañino y atacan— en ojos, piel o intestino. Un contratiempo que aplazó sus planes de vuelta al colegio en junio. Pese a todo, es un síntoma que hace menos probable la recaída. «No he preguntado qué más opciones tendríamos ni me lo quieren decir. Nunca voy a escuchar que está curada, es durísimo vivir con esa cortina negra».
Volvió al colegio en septiembre después de las vacunas, todas las que necesita un niño desde bebé. «Todo su sistema inmunitario ha sido destruido». Se lo explicó con dibujos: ahora tiene una nueva fábrica de células. «También sabe que a lo mejor puede volver, se lo he dejado encima de la mesa. Que ahora estamos curadas y hay que disfrutar lo que tenemos. Y si vuelve, tendremos que luchar».
De hecho, este mismo lunes regresó a la habitación de los sueños para el aspirado de médula anual. Para que soporte los pinchazos, le dice que la aguja tiene superpoderes: por eso duele. Y ella elige cuál, desde mover objetos a hacerse invisible.
Para Marta la vuelta al cole es volver a la vida. «No me gusta cuando dicen la normalidad, eso es lo que había antes, yo lo he perdido. Con la mochila emocional que llevamos, tenemos que acostumbrarnos. La gente cree que sales y ya está. Pero mi hija se pone mala cada semana, tiene el sistema inmunitario un bebé». Ya no hay aislamiento, va a actividades y el 11 de octubre celebró su primer cumpleaños en seis años.
Falta inevitablemente a clase, pero su madre es su mejor profesora, también de educación física. Escuchaban música y bailaban antes de desayunar; cocinaban juntas, sonreían, aunque estuvieran «rodeadas de mierda». «No ha sido consciente de la gravedad. Lo bueno de los niños es que no saben hasta dónde pueden llegar. Mis flores han sido disfrutar de mis hijas, gritar, llorar y reír con ellas. Vivir a tope».
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