La calle Alberti y su pasaje entre andamios es toda una aventura. Una mujer parca en palabras guarda la puerta de unos portales justo cuando un adolescente baja las escaleras, con prisa, pero con tiempo para dar una pista: «El portal que peor está es ... ese». Entramos en la zona cero, con un evidente olor a humedad que ha teñido de diferentes tonos el color ocre del vestíbulo, las consecuencias de cinco meses sin tejado. En la primera planta, la más alta, el techo está totalmente desconchado. Hay cuatro puertas; en las dos primeras el timbre no emite sonido porque no hay luz. A la tercera, Rubén Velasco abre y escucha el motivo de la visita: «Habéis ido a llamar a la que peor está. La casa está destrozada, si queréis entrar y verlo…».
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El primer aviso de Rubén, de 31 años, es que no intentemos cerrar la puerta. Un vistazo al pasillo muestra el estado los marcos de las puertas –algunos ya ni siquiera están– y los efectos de la humedad en la pintura. «Y hemos tenido tres semanas un deshumidificador». La primera lluvia sin tejado, a mediados de septiembre, apenas produjo «cuatro humedades», pero la cosa fue a más. «Cada vez se iba haciendo más grande. Hasta la última, que caían chorros por las lámparas». El techo tiene agujeros, algunos tapados con cinta aislante. Y la pared frontal del salón, junto a la mesa en la que come, es un auténtico mural. «Por esa pared escurría el agua. Caía por todos lados, era lluvia en casa».
Cuando llueve en casa, la defensa son los cubos. Rubén recuerda más de 20 distribuidos por toda la casa en aquellos días; todavía quedan casi una decena apilados en la bañera. «Es que era para verlo». No hay testimonios gráficos de esa escena; bastante tenía con tapar agujeros. Tiene la suerte de que su habitación fue el último reducto seco de la vivienda. «De caer agua, cayeron cuatro gotas». Él habita la vivienda con su madre, que solo suele ir allí un día a la semana. Tras más de dos meses de convivencia con la humedad, en diciembre hicieron las maletas. «Porque no se podía estar. Porque no funcionaba la luz y la calefacción, más que nada. Quitaron el tejado y dejaron el desagüe cinco centímetros más alto que el suelo. El último día vinieron los bomberos».
El miedo a que el techo se le cayera encima estaba ahí, pero había otros factores. «Es que es tu casa. Bueno, el lugar donde vives». Porque paga un alquiler de protección oficial con derecho a compra. Ese es otro de los motivos por los que se queda. «Pagas 100 euros». Cuando aquello era ya oficialmente inhabitable, pasó dos meses en el hostal El Gato, navidades incluidas. Además, con covid; de los fuertes, diez días de baja. «Nochebuena, cerradito», resume. Cenó cochifrito del restaurante. «Estaba bueno, pero frío». Aquella instancia coincidió con la operación a su madre: reposar en el hostal de una intervención por un cáncer de cuello de útero.
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Como se pasaba la vida trabajando, llegaba al hostal y se limitaba a ver la televisión. Echaba de menos la consola –una partida le espera mientras atiende la visita– y la ducha, porque no cabía en el baño del hostal. «Si me quería agachar a por la esponja, tenía que apagar el grifo. Un día di el grifo sin querer y casi me abraso». Las noches mejoraron, eso sí. «Mejor que dormir aquí estando pendiente de los cubos…».
En cuanto se restableció el suministro eléctrico, volvió. Una de las razones de su regreso es evitar males mayores. «Gracias a que he cogido yo agua, no se les ha jodido el piso a los de abajo». Pone el ejemplo del piso de enfrente, habitado por dos personas mayores que se marcharon a un piso alquilado a Valsain porque su vivienda fue la primera en la que entró agua. «Como no han venido a recoger agua, esas dos casas están destrozadísimas; la de arriba y la de abajo».
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Mientras otros optan por la vía judicial, él se muestra más comedido. «Prefiero que me lo arreglen por las buenas, que es lo que han prometido». La cubierta –se instaló hace un mes, justo antes de las últimas nevadas– protege las viviendas del agua, pero faltan las tejas. La semana pasada entró humedad y buscaron sus orígenes en el tejado: había un pequeño agujero de la chapa sin el correspondiente sellado de silicona. Rubén recuerda la visita a principios de octubre de dos técnicos bien vestidos. «Era todo palabras bonitas. Tranquilo, que en 15 días está todo arreglado». Así es cómo se resuelven «rapidito» unas goteras.
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